miércoles, 30 de marzo de 2011

Receta de Tartar de sardinas de cubo al vermouth (Desastres de la Guerra…civil española) Capítulo I

Receta de Tartar de sardinas de cubo al vermouth (Desastres de la Guerra…civil española) Capítulo I

Geometría de las sardinas

Receta de Tartar de sardinas de cubo al vermouth

La yema, un punto de color


Ingredientes:

Cuatro Sardinas de cubo
Cuatro generosas rebanadas de pan de hogaza
Pepinillos en vinagre
Dos cebollas
Perejil
Alcaparras
Un pimiento morrón
Cuatro dientes de ajo
Cuatro yemas de huevo
Un huevo entero
Una cucharada de mostaza antigua
Una botella de vermouth casero (Sería recomendable el de Ainzón)
Unas gotas de Ginebra Bombay Saphire
Sal y pimienta al gusto

Manera clásica...

o más moderna.
Pero siempre casero
Enriquece el dulce vino

Nos saltamos la prohibición del huevo


Elaboración

Un par de horas antes de la preparación del plato limpiaremos las sardinas de sus escamas y separaremos los lomos de la espinas. Una vez en filetes las dispondremos en una fuente plana para macerarlas. Verteremos sobre ellas el vermouth hasta que las cubra y añadiremos un chorrito generoso de ginebra, que como bien saben los iniciados es el licor que potencia el sabor del dulce y aromático vino. Dejaremos marinar a temperatura ambiente o si ésta es calurosa dentro del frigorífico.

Para comenzar la preparación en sí, sacaremos las sardinas del recipiente y las dejaremos reposar unos minutos sobre papel absorbente para que de manera natural expulsen los líquidos sobrantes. Una vez secas las cortaremos en pequeños cubos, como también haremos con los pepinillos, la cebolla y el pimiento. Echaremos todo a una fuente grande y le añadiremos las alcaparras remojadas en agua. Mezclaremos y salpimentaremos.

Toca un momento importante, el del allioli. Vamos a saltarnos nuestra máxima de “ni un allioli con huevo” porque nos interesa gratinarlo al final de la preparación, y sin huevo el desastre está garantizado. Así pues, en un vaso batidor introduciremos el huevo entero, tres dedos de aceite de oliva virgen extra y los cuatro dientes de ajo. Batiremos hasta que emulsione y cuaje, corregiremos de sal y añadiremos el perejil picado y la cucharadita de mostaza. Mezclaremos todo, ahora manualmente para que el efecto visual sea mejor gracias al perejil y a las semillas de mostaza.

Ser humano y sardina: una historia muy larga

El tostado nos indicará el momento idóneo


Unos minutos antes de la comida llegamos al montaje final del plato. Con ayuda de un molde serviremos en cada plato el tartar poniendo cuidado de dejar un hoyuelo en el centro en el que depositaremos con cuidado una yema de huevo crudo. Untaremos sin racanería el allioli sobre cada rebanada de pan y las introduciremos al horno con el gratinador a tope. Cuando la salsa haya cogido un poco de color es el momento de sacarlas y presentarlas bien calientes sobre el plato.

Un vino blanco Corona de Aragón con sus toques dulzones o el mismo vermouth enriquecido con una gotas de ginebra sería un acompañamiento ideal para disfrutar del manjar. Desde la humildad guerracivilesca de la sardina, la cebolla, el pan y el vermouth disfrutaremos de un lujazo para recordar a los valientes en estos tiempos en los que parecemos todos una cuadrilla de mojigatos. Salut y república para todos con el deseo de que esta receta nos evoque, aunque sea por un momento, aquellos tiempos en los que nuestros viejos llegaron a creer que otro mundo era posible.



Presentes

Preparadas

A empaparse

(Sierra de Albarracín, un invierno de los años treinta)

Un pinchazo gélido en las entrañas acompañaba cada bocanada de aire que llenaba sus pulmones. Eran sus paisajes desde la infancia, pero en aquel atardecer le resultaban extraños y distantes. Aquella balsa en el río, donde pasaban lentas las tardes de domingo al sol, ahora le escudriñaba oscura y amenazante. Los chopos de rectísimos troncos cuyas sombras refrescaban las meriendas de pan tierno y chocolate con sus primos, volcaban ahora una mirada de reproche sobre aquella figura que corría entre ellos. Las largas zancadas parecían lentas comparadas con el ritmo de las imágenes que iban sucediéndose en su mente. Si era cierto que llegada la hora de la muerte el ser humano tenía la capacidad de hacer un repaso de los momentos significativos de su vida, no le debía quedar mucho tiempo, pues recuerdos olvidados se agolpaban por aflorar en forma de postales envueltos en la penumbra que comenzaba a inundar el bosque.

Albarracín

Aúna pasado y presente


Había dejado a un lado el camino que recorría la ribera del Guadalaviar para pasar inadvertido a los labradores de los pequeños huertos que lamían el río. Conocía la senda oculta por matorrales desde que era niño. Por allí acompañaba a su anciano tío desde que tenía siete años durante los veranos. Recordaba al viejo con simpatía, pese a la fama de rancio y huraño que tenía en el pueblo. Quizá el niño sirvió al pastor como único sostén de su lado humano. Le enseñaba los secretos de la naturaleza, del clima, de la multitud de hierbas y sus aplicaciones como remedios. Para Alejandro, lejos de un sufrimiento, llegó a suponer un juego divertido el hecho de madrugar al alba y dirigirse a la paridera donde cada tarde encerraban el rebaño. Allí esperaba ya el tío Andrés con el zurrón de cuero domado por el uso y un gesto de reproche por la tardanza del crío. Los perros agrupaban al ganado, ladraban a las ovejas más perezosas y las dirigían hacia la puerta del cercado. Allí comenzaba la aventura. No se podía comparar una jornada en el monte con el viejo y las ovejas con las largas mañanas de frío en la escuela del pueblo. Aprendió a reconocer sendas ocultas por donde ascender a las cumbres peladas de la sierra.

La oscuridad inundó el bosque y la noche heló el aire de la sierra. Aprovechó para hacer el primer descanso desde que salió del pueblo. Había llegado a la zona de los desfiladeros. Rojizas rocas enormes se alternaban con los orgullosos pinos formando barranqueras empinadas por donde los rebaños ascendían fácilmente. Recuperó la respiración y con ella la conciencia de lo que estaba sucediendo. Habían llegado esa misma tarde desde Madrid. Dos coches negros y una furgoneta con la trasera cubierta por una lona. El yugo y las flechas pintados en las puertas de los vehículos con pintura blanca y bordados en descoloridas camisas que tiempo atrás habían sido azules. Ocuparon la Plaza del ayuntamiento y sin esperar invitación entraron a presentarse al alcalde. El pueblo entero se sumió en un rumor y, sin disimulo, sus habitantes se fueron recogiendo en sus casas cerrando los portones. Habían oído miles de historias sobre ellos y sus fechorías. Los utilizaba Franco para limpiar las zonas que iba conquistando el ejército. Pero esta vez la cosa pintaba peor. En el momento más crítico del invierno una ofensiva republicana había logrado la toma de la capital  de la provincia, y ahora Franco estaba preparando el terreno para su reconquista. La represión se presumía rabiosa como medida ejemplarizante, pero tras lo visto aquella tarde en Albarracín, todas las previsiones se quedaron cortas.

El alba ilumina su rojiza alma


Las cosas quedaron claras desde un principio. Las campanas de la iglesia clamaron incesantes. Los visitantes aporrearon de una en una todas las puertas advirtiendo a todo el mundo de la obligación de acudir a la plaza. Quien no estuviese allí en una hora sería ejecutado sin preguntas. Así fue, con todo el pueblo reunido frente a la escalinata, llegó una cuadrilla de falangistas arrastrando a tres vecinos. El uniformado de mayor edad, un personaje serio, canoso y enjuto se situó junto a ellos con paso calmado. Con un movimiento lento llevó la mano derecha hacia la cartuchera enlucida que brillaba en su costado izquierdo. El silencio era sepulcral. Toda la concurrencia parecía aguantar la respiración. Pudo oírse el sonido metálico del broche al liberar la pistola. La empuñó mirándola fijamente. Apuntó al cielo y fue bajando poco a poco el brazo hasta que el arma apuntó al revoltijo humano de los tres cuerpos amontonados. No hicieron falta más de tres disparos. Todos ellos dirigidos a cada una de las cabezas que se escondían bajo los brazos. El falangista regresó con el resto de su grupo mientras el cura y el alcalde pasaban a primer plano. Don José lucía la sotana brillante que reservaba durante todo el año para el día de la Fiesta Mayor. Por lo visto, aquel debía ser un gran día, porque el pueblo se dio cuenta de que el crucifijo de madera habitual que utilizaba en las extremas unciones, había sido sustituido en esa ocasión por otro de plata que siempre había permanecido bajo una hornacina con reja y candado junto al altar. Mientras el sacerdote soltaba los latinajos, el alcalde sacó una cuartilla del bolsillo y con evidentes signos de nerviosismo pasó a leer el contenido. Las advertencias eran claras. Nadie podría salir de casa entre la puesta y la salida del sol, y nadie lo haría del pueblo durante los dos días siguientes. La ejecución inmediata sería el castigo para quien no obedeciera las restricciones.

El ocaso del pueblo y su espíritu
Nostalgia de libertad

Territorio lunar

Paisajes legendarios e injustamente desconocidos


Una larga ráfaga atronó por todo el valle. El eco respondió desde los rincones que esculpía el río en forma de meandros. Pudo contar siete disparos más que fácilmente identificó como provenientes de la pistola del jefe de la cuadrilla. Debía disfrutar dando los tiros de gracia, pues sonaban distanciados, como si quisiese tomarse un tiempo para saborear cada uno de ellos. Tras la ráfaga de fusiles Alejandro reemprendió la marcha, y sin darse cuenta, el joven aceleraba el paso a cada disparo de la pistola, hasta acabar corriendo ladera arriba. No sabía calcular las horas que llevaba huyendo del pueblo, pero fueron las suficientes para que sus piernas se plegasen y cayese rendido sobre las gruesas y mullidas agujas de pino. La imagen de su madre apareció ante sus ojos, secos por el sueño y el frío viento.

Después de escena de la plaza y la lectura del comunicado del alcalde, los falangistas ordenaron dispersarse a la población. Debían encerrarse en sus casas, y de manera apresurada, el pueblo se sumió en una extraña calma. Alejandro, junto con el resto de sus hermanos y la madre pasaron el resto de la tarde esperando en silencio en la cocina junto al fuego. Una enorme olla desvencijada sobre la lumbre hervía lentamente un agua a la que habían añadido alguna de las escasas verduras que quedaban en la alacena. Unas hojas de acelga, unas zanahorias y las dos últimas patatas bailaban en el interior. La madre sabía que eso no era alimentarse, pero disimulaba el hambre y calentaba el cuerpo.

-Debes irte Alejandro- aquellas palabras se quedaron grabadas en su mente como las últimas que escuchó en boca de su madre.

Más de cien años nos contemplan

Mucho esfuerzo y coraje en su historia


Con decisión se levantó de un brinco de la silla y salió de la cocina. Alejandro sabía que de no haberlo decidido ella, nunca se habría atrevido a hacerlo. Pocos minutos después, la madre regresó con una pelliza recia que había abrigado muchos inviernos atrás al padre. Agarró el morral que aguardaba en una esquina e introdujo en él dos paquetes. Del tarro que adornaba el hogar extrajo dos billetes arrugados y se acercó a su hijo mayor para introducirlos en el bolsillo de la camisa.

-Esto para cuando llegues a Barcelona. Ahora debes irte Alejandro- ni una palabra más hizo falta. La dureza y seriedad de los gestos, y las lágrimas humedeciendo sus rostros sirvieron de despedida. Para los niños bastó con una esquiva mirada. Se colgó la bolsa al hombro y por encima se abrigó con la prenda de su padre. Salió al corral de atrás y sin mirar atrás saltó la tapia que daba a la acequia. Corrió hacia la espesura del monte y las últimas sombras de la tarde acogieron a Alejandro en su penumbra.

Nunca había sentido una mirada de orgullo sobre él como el día de su bautismo sindical. El tío Andrés se había lavado para la ocasión, y aunque remendada por su hermana vestía ropas decentes para el viaje. Salieron de buena mañana hacia la capital donde casi llegaron al mediodía. Antes incluso de comer los bocadillos que la noche anterior había preparado la madre, acudieron a la sede del sindicato. Llamó la atención del joven la enorme bandera roja y negra que colgaba del balcón de la primera planta. Parados frente a ella el tío habló desde las entrañas.

-Tu padre luchó por esto, y algún día este mundo será bueno para todos-

La reacción totalitaria...

barría la retaguardia con impunidad
Terror caliente

Un par de horas después salió la pareja por la misma puerta. Alejandro llevaba el carné en la mano y el tío le observaba en silencio con mirada orgullosa. Sabía que aquello no haría feliz a su madre, que siempre luchó porque sus hijos no siguieran el camino del padre. Pero como si fuese un mandato del destino, comprendió que aquel paso era irremediable. La historia pesaba sobre él, y aunque sólo fuese por la recompensa de la felicidad que mostraba el tío, valía la pena dar el paso. Ahora ya no valían los lamentos. Nunca ejerció de sindicalista activo ni se significó políticamente en el pueblo, pero todos supieron pronto de su nueva filiación. La república trajo libertad, pero en el mundo rural de una provincia de interior, los poderes que durante siglos oprimieron al pueblo seguían ejerciendo en silencio unos lazos de poder que nadie se atrevía a cuestionar.

La imagen de la madre agachada sobre la lumbre atizando el carbón le dio fuerza y calor suficientes para ponerse en pie. Miró a la luna, apenas una línea curva, que aparecía como una sonrisa suspendida en el cielo, y retomó la marcha hacia arriba, siempre hacia arriba.

6 comentarios:

  1. Pues esta receta, para vosotros (tengo un trauma yo con las sardinas, y más si son de las rancias o de cubo jajaja).
    En cuanto a Albarracín, me encanta cuando voy por allí perderme por sus calles y disfrutar de su autenticidad.
    Besicos

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  2. Hola, gracias por visitar mi bolg, esta receta me encanta, es muy buena y original, me recuerda viejos tiempos, cuando nos daban para merendar sardinas de cubo jaja.
    Tambien me recuerda aquellas tabernas de antaño donde se tomaba el vermu casero, aún queda alguna taberna de aquellas.
    Lo dicho la receta magnífica.
    Te agrego a mi lista de enlaces aragoneses.
    Saludos.

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  3. La historia, ese tartar...de lo que yo me he estado perdiendo. Imperdonable.

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  4. Gratamente sorprendida con su blog..pensé que se trataría de un blog de recetas, pero me encuentro con imágenes y narraciones que complementan muy bien este lugar..
    Con respecto a las sardinas he de decir que ellas y yo no nos llevamos muy bien.(algún problemita hemos debido de tener en el pasado)..pero por lo demás he encontrado recetas muy ricas y esa manera de servir un coctel dentro de la manzana me pareció...super....
    Un beso.....los sigo

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  5. Hola amigos, gracias por visitar mi blog y con vuestro permito me quedo yo tambien en el vuestro,ya que me ha parecido muy interesante.

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  6. Bonita entrada,la historia no hay que olvidarla,somos hijos de aquéllos;en mi pueblo,de 200 hab.,mataron a tres jóvenes,tres niños asustados,que alguna vez habían oído hablar de la CNT,y los fusilaron.Historias tristes de hace dos días y de hoy mismo.
    Saludos.

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