La taberna, 1985
La Madalena reina en el barrio |
Hoy se corrigen errores del pasado El barrio vuelve a latir |
Corrían los años ochenta y para cualquier observador no pasaban desapercibidos los cambios que se venían produciendo en el céntrico barrio. Desde hacía más de una década la arquitectura urbana se hallaba en un proceso de cambio, que castigaba a la zona histórica de la ciudad. Por un lado, la avalancha de antiguos campesinos de zonas rurales mostró a la ciudad su incapacidad para asumirlos en sus entrañas, y le provocó tal hartazgo que fue creando los llamados barrios obreros, de manera precipitada y caótica, para digerir el empacho de los nuevos y apetitosos habitantes. Las Delicias, Valdefierro, Las Fuentes, San José, La Jota, El Picarral y un largo elenco de nuevos espacios surgían de los solares y huertos que rodeaban la, hasta entonces, paralítica urbe. En otro sentido, el nuevo estrato social que nació del crecimiento económico del tardofranquismo, la entonces joven clase media, con su conciencia de nueva rica, decidió que el centro de la ciudad ya no era funcional, y fue creando enormes monstruos en forma de edificios emblemáticos que hicieron posible disfrutar de lo que desde entonces se denominaría confort. Junto a esos monstruos, este grupo, padre del babyboom, fecundó las viejas huertas con urbanizaciones que salpicaron de casetas y piscinas la ribera del Ebro. Nuevos zaragozanos en barrios nuevos; nuevas generaciones en los enormes estómagos huecos del laberíntico Residencial Paraíso, el titánico Habitat Don 2000, el zigzagueante Kasan, las gigantes Torresol y Universitas, que abandonaban a sus viejos en las casas familiares del centro, cada vez más olvidado, más esclerótico. Los nuevos servicios iban a parar a los nuevos barrios, masas de votantes exigían centros médicos y escolares, nuevas avenidas y parques. Cada nuevo espacio recibió su pabellón municipal y su piscina. Aunque desordenada y con evidente mal gusto, Zaragoza crecía hacia el exterior. Los hijos partían no hacia, sino desde los mares del sur, abandonando mudos pasados cual náufragos a la deriva.
Titanes acogen a la clase media |
El local que ampara nuestra historia también se vio transformado, pero por otras razones. La llegada al centro de los supermercados, y el intrusismo de los hornos sin horno hizo caer precios y ventas en la antigua panadería de la calle Mayor. Fue por ello que su propietaria, Doña Catalina decidió darle un nuevo aire al negocio. Al principio pensó abandonar la elaboración de pan y centrarse en los dulces, repostería y bombones. Idea que sin duda habría sido muy oportuna unas décadas antes, pero que el cambio en el vecindario no hacía posible en aquellos días. Donde había existido una diversidad social enorme, casi hasta poder hablar de superación de la lucha de clases en cuanto a domicilio se refiere; encontramos en 1985 un claro proceso de envejecimiento y caída en picado en la larga y empinada pirámide social. Lo cual ofrecía una clientela cada vez menos dada al consumo de productos exquisitos como los que planeaba elaborar. Un bar, sin más aspiraciones, fue el negocio por el que se decidió para abrir en aquella esquina.
- Nunca falla- le comentaron en la notaría cuando hipotecaba el propio local para financiar la reforma -Otros negocios tienen riesgos, pero en esta ciudad un bar es un negocio seguro, con los tiempos que corren- no encontraron las palabras el asentimiento de Catalina, que con los brazos cruzados sobre el bolso encima del regazo, esperaba con evidente impaciencia que se acabasen todos aquellos costosos trámites.
-Que coño habrá querido decir el estirado- pensaba saliendo al Paseo Independencia la mujer, ya con las escrituras plegadas sobresaliendo del bolso -Como si él no fuera a los bares, puritano, seguro que es del opus- se lamentó no haberle cantado las cuarenta en aquel despacho, pero como siempre que le asaltaba ese sentimiento, ya era tarde.
Costaba imaginarse la habilidad que las manos de la joven Remedios tenían para la cocina. Con uñas pintadas de colores, una gran mancha amarilla de nicotina entre el índice y el corazón, colgajos de viejos cueros baratos a modo de pulseras deslizándose desde las muñecas hasta las palmas de la mano. Cualquiera que se asomase por la puerta de la cocina de la taberna de la Catalina se extrañaría de ver la cara concentrada de aquel personaje en la tarea frente a los fogones. Flaca no, seca era el calificativo que más se adaptaba a la realidad. Raquitismo que no sólo no disimulaba, sino que acentuaba con los eternos pantalones elásticos y los corpiños, semejantes a ropa interior, a los que había acostumbrado a la clientela. En el trabajo, la hija de Catalina no sólo era buena, sino que era rápida. Cualidad por la que su madre perdonaba la falta de puntualidad a la hora de enganchar en el trabajo. Y tenía delito la cosa, porque ambas, habitaban, solas desde que el padre se largara con una fulana del Plata a Francia, en las habitaciones de arriba del bar. No tenían porque pisar la calle para nada, de hecho el trabajo era tan duro que había días que no respiraban el aire fuera de la barra. Parecía mentira el ritmo con el que la Reme, así se le conocía en el barrio, sacaba sobre el mostrador bandejas de madejas con ajoleo, de patatas a la importancia, caracoles con chorizo, pimientos asados refritos en ajos y sus afamadas humildes tortillas de patata, que nadie supo nunca cómo lograba darle el punto de suavidad sin añadir cebolla. Todo ello con las continuas interrupciones de las comandas que Catalina escribía sobre servilletas de publicidad y clavaba en una barra sobre la cabeza de su hija, para que no se le fuese el santo al cielo, cosa que jamás ocurrió. Iba acumulando los papeles conforme sacaba los pedidos. Le gustaba ponerlos en montoncitos y casi podía saber qué clientes estaban en el bar en cada momento. Bocadillos de calamares y bacón crujiente bajo un mar de queso fundido, platos de huevos fritos con jamón o lomo y pimientos. Tortillas al gusto clásicas como campesinas, de ajetes, de espárragos; o bien más personalizadas, como una que preparaba especialmente para un cliente habitual, nada menos que de torreznos. Sólo había una cosa que nunca admitió preparar, y no por su sabor que sabía exquisito, sino porque lo asociaba a su odiado padre, que siempre estaba con una de ellas en la boca, las anchoas salmueras. Como la clientela era adicta a ellas, Catalina se pasaba las mañanas limpiándolas en el grifo de lavar los vasos que tenía bajo la barra, y así, una bandeja de anchoas recién preparadas esperaba siempre sobre la barra la llegada de los clientes. Así, los encurtidos pasaron a ser tarea de la madre, que disponía sobre bandejas de loza blanca enormes pedazos de escabeche que adornaba con tiras de pimiento, kilos de olivas negras aliñadas con ajos y laurel que se encargaba de matar con sal ella misma, y boquerones regados con fortísimo vinagre que adquiría en la cercanas bodegas de Coso Bajo.
Salmueras limpiadas bajo el grifo |
Catalina se ocupaba de los encurtidos |
El día del hecho que se quiere relatar aquí, comenzó como lo hacían todos los sábados en la vida de las dos mujeres. Catalina bajaba a la taberna temprano para asistir a los madrugadores carajilleros. Formaban éstos una tropa de basureros con el turno recién acabado y barrenderos que encaraban el suyo. Compadreo a base de brandy, Ponche Caballero o anís calentado con el vapor de la cafetera, quemado unos segundos con un par de granitos de café flotando sobre los licores, y mezclado con un espeso café espumoso que brotaba por los brillantes caños de la cafetera italiana. Un par de horas después hacía aparición el cuerpecillo de la Reme, pues los clientes hambrientos comenzaban a llegar, su mente tardaba al menos dos cafés solos más en llegar. La rutina de salir por la noche los viernes y sábados la adquirió ya de bien pequeña. Tras abandonar los estudios sin lograr aprobar primero de BUP en varios intentos, tomó la determinación de trabajar en la cocina de la taberna sin ni siquiera consultar con sus padres. Un día comenzó a cocinar, casi por intuición y ya no paró de hacerlo. Como sacaba el trabajo con éxito y nunca se metió en ningún problema importante, nadie en la familia se atrevió a restringirle las salidas nocturnas.
Cumplida la jornada, a media tarde del sábado, la joven se quitó el delantal, salió a la barra y se despidió de su madre con un gesto rápido mientras abría la caja y sisaba sin disimulo un billete de mil pesetas, que era la cantidad que debía considerar justa por su trabajo, porque el tema económico era otro de los muchos que nunca trataba la pareja. Catalina había dejado hacía mucho tiempo de preocuparse por las salidas de Reme. Llegó a aprender que su reserva y carácter incomunicativo era directamente proporcional a su sentido de responsabilidad innata. El hecho es que aquel día repitió la rutina de todos los fines de semana. Subió a casa y se regaló una ducha que siempre comenzaba extremadamente fría y terminaba bajo un chorro de agua helada. Se volvió a poner los mismos pantalones elásticos, pero esta vez acompañados de unos nada discretos zapatos de tacón de rojo charol y una cazadora tejana con hombreras, lavada a la lejía y con unos flecos de escay marrón bailoteando por la espalda. Vestida y frente al espejo, comenzaba la ceremonia del color. Polvos maquilladores que contrastaban con la palidez del venoso cuello, azules y bermellones alrededor de los ojos, labios brillantes y pastoso rimel apelmazando sus ya largas pestañas. Agarró al bolso de encima de la cama y al ritmo marcado por varios enormes aros que colgaban de cada una de sus orejas, salió por la puerta del almacén, para evitar los comentarios socarrones de los clientes.
La ronda solía comenzar en algún antro destartalado donde se sirviera bebida en cantidad y a bajo precio. Abrevaderos donde acudían jóvenes de espíritu rebelde e hígado saturado. Aquel sábado acudió a la cita con sus amigas a tan sólo unos metros de su casa, El Trujas era un clásico de la zona. Impensable acudir a él sin otro propósito que el de beberse su afamada Leche de Pantera. La empalagosa mezcla rosácea se servía siempre en tamaño de litro y tenía la virtud de alterar el estado de la mente sin hacerlo a la vez el del estómago. El local estaba cargado. Una nube de humo salida de los miles de Fortuna, que esperaban ser encendidos en arrugados paquetes blandos guardados en los bolsillos apretados, impedía respirar e incitaba a la tos. Bebieron varias rondas, se pusieron al día de las peripecias de la noche anterior, y salieron con el puntillo cogido hacia la siguiente parada. El Purnas no era lo que se puede calificar como un local de lujo, pero en los últimos años se había hecho casi mítico en la zona de San Miguel. Situado en un callejón de difícil y escondido acceso se congregaban allí las oleadas de jóvenes que se apuntaban al creciente nacionalismo independentista aragonés. El ambiente, lejos del compromiso político, como sugeriría la estética del mismo, era esencialmente festivo. No era técnicamente un lugar sólo para beber, pero los precios permitían disfrutar de unas cuantas rondas a cualquier maltrecho bolsillo. La oscuridad del ambiente y los tragos siempre de más comenzaban a hacer efecto en el grupo de amigas, que como todas las noches se fue dispersando. Unas no aguantaban más cantidad de alcohol y desaparecían sin rumbo, otras habrían quedado con otros amigos, e incluso alguna, como el caso de la Reme iría al encuentro de algún ligue reciente. El grupo se fue deshaciendo poco a poco.
Paco no era un príncipe azul. De hecho ni tan siquiera se podría considerar un chico guapo, pero lo que le fascinó a la Reme de él la noche anterior cuando se lo presentaron fue su voz. Profunda y segura.
- Voz de líder- pensó mientras se conocían. Acabaron, ya de día, con achuchones urgentes por las callejas que llevaban a la joven de vuelta a casa.
Entre huevos aceitosos y puntillistas y torreznos de duro cuero se había colado la imagen de aquel feo de voz tan personal durante todo el día. Aquella era la señal de que el tipo le parecía interesante. Le reconfortaba pensar en él, recordar la noche anterior, y eso no era algo demasiado habitual. A Catalina no se le escapó el detalle. Toda la aparente cerrazón que Remedios ofrecía para con su madre, la compensaba ésta con una fácil lectura de la cristalina mirada de su hija. Tan especial le debió de parecer la cita que no se decidió a chafardearlo con sus viejas amigas.
Clásics abrevaderos zaragozanos |
Tragedia Flying, enero 1990 |
Estética ochentera Irreverente valentía |
Al despedirse decidieron volver a verse la noche siguiente. Quedaron a medianoche en los bancos de la misma Plaza de la Madalena. Al quedarse prematuramente colgada en el Purnas, la joven salió con un litro de cerveza recién tirado a esperar en la plaza a su chico. Lamentó haberlo hecho por las imágenes que allí se encontró. La droga estaba haciendo estragos entre una juventud ávida de experimentar sensaciones fuertes y nuevos rumbos vitales. El desconocimiento de ese mundo y sobre todo el rechazo a hablar sobre el tema impidió salvar una multitud de vidas que la jeringa arrastró a Torrero. A la cárcel a muchos y al cementerio a la mayoría. El silencio sobre el tema en las instituciones, en el sistema educativo y sobre todo en el propio círculo familiar, no sólo no frenaba el avance de la heroína entre la generación joven, sino que lo reforzaba. La plaza estaba repleta de yonquis. Tumbados en el suelo sobre cartones, apoyados en las paredes y persianas o deambulando errantes sobre rodillas temblorosas con cuerpos retorcidos, una Santa Compaña de cuerpos esqueléticos aparecía cada noche por ahí. Bocas melladas, desfile de cuencas hundidas, de rostros afilados con pómulos puntiagudos. El jaco transformaba a individuos distintos en fantasmas idénticos. Las jeringuillas tras ser reutilizadas por varios de ellos, se abandonaban por doquier. Agujas sangrantes poblaban el entorno de pequeños brillos, que serían barridos por una cuadrilla municipal antes del amanecer, para poder ser ignorados y silenciados por el resto de la comunidad. Espectros de las personas que un día fueron, hoy invisibles e innombrables, borrados por la neblina perpetua del barrio.
Sigilosamente se acercó por detrás a la joven y le tapó los ojos con una mano. Reme sonrió y se giró con rapidez. No se molestó en disimular la impaciencia y se abalanzó entre sus brazos, buscándole los labios con los suyos todavía brillantes. Así, agarrados por la cintura dirigieron sus pasos hacia la discoteca cercana en la que se habían conocido hacía apenas veinticuatro horas. Flying rezaba el título. Se trataba de un oscuro establecimiento de dos plantas, que tenía la peculiaridad de estar decorado con unos sofás acolchados que hacían, a modo de reservado, las delicias de los enamorados sin lecho común para yacer. Tras pedir un par de rondas de cubatas y hablar de temas sin ninguna importancia para ninguno de los dos, comenzó la ronda de sobes y magreos y pasaron a palabras mayores cuando la Reme lo arrastró hacia uno de los sofás tapizados alejado del barullo. Ignorantes de que aquellas gomaespumas tan mullidas serían, cinco años después, propagadoras del incendio que carbonizaría a 43 personas en esa ratonera de discoteca, encontraron el lugar como un paraíso en la noche. Fuera del tapizado granate todo era oscuro, espectral y cadavérico. El hechizo que le provocaba el calor de un casi descocido, bastaba a la joven para regresar a los momentos de infantil felicidad, de calidez familiar, de ignorancia de lo que verdaderamente se cocía en su casa. Era fácil, olvidaba los gritos y humillaciones que el padre, cada vez con mayor frecuencia, dirigía a Catalina. Las estrecheces y apuros económicos que sufrían por los abusos de juego y bebida del monstruo. La falta, no ya de cariño, sino de cualquier tipo de contacto por parte de sus padres; concentrada en resistir ella y empeñado en derrumbarla él.
Caballo que... |
...arrasó una generación |
La noche no se había dado mal. Risas, alcohol y algún canuto con las amigas y magreo reparador con un chico nuevo. Ya alboreaba cuando Paco insistió en acompañarla a casa. La Reme no quería pues le gustaba vagar por sus callejas antes de encontrar la calidez de su cama. Pero aquella voz, sería capaz de bajar a los infiernos con tal de seguir escuchándola, así que accedió a ser acompañada como una buena chica lo debe ser. Nada hizo sospechar lo que iba a suceder en breves minutos. Todo su mundo se desbarató casi en un instante. Paco dejó de hablar al girar por la Iglesia de la Madalena hacia la calle Mayor. Miraba a todas partes como si buscase algo especial en los muros de la iglesia. Al llegar al callejón que cerraba el ábside, Remedios sintió como una mano le asía del brazo con fuerza. Un dolor le hizo soltar un grito que se apagó por algo que su compañero le introdujo en la boca. De un empujón la arrojó a la oscuridad del callejón. Sintió que una fría humedad que subía desde el suelo. Conocía el lugar porque era el destino habitual de los orines de todos los cientos de borrachos que paseaban cada noche por allí. El pañuelo que Paco introdujo con violencia en su boca le retuvo el vómito de asco ante el insoportable hedor. Con una fuerza que Reme no sospechaba en el joven, éste se levantó con un brazo y la cargó sobre el hombro. Avanzó hacia la penumbra del callejón y cuando llegó a la altura del ábside, la apoyó en el muro golpeándole la nuca contra la piedra y haciéndole perder el conocimiento. Sólo la niebla se percató del cuadro que allí se representaba. De un lado del muro la Magdalena meditaba sobre las demandas que había recibido aquel día por parte de sus feligreses. Trabajos para padres de familia parados que pasaban la vida en el bar, suerte para los hijos que abandonaban el hogar, desnudos ante la vida. Pero las peticiones que humedecían su rostro cada noche eran las mismas. Cada mañana un grupo de madres se acercaba a sus pies antes de ir a la compra. Pedían por la vuelta del hijo que el caballo alejó. Soñaban con volver a acariciar aquellos bebes que fueron creciendo en plazas y callejuelas del barrio, hasta que un día un velo invisible les apagó la mirada. No eran mujeres de misa. De hecho jamás aparecían en ninguna, el Señor les había estafado, pero la Madalena era distinta, era su señora. La reina del barrio, su corazón. Demasiado dolor aguantó esa noche, sufriendo en cada envite de Paco sobre el cuerpo aplastado de Remedios, hija del barrio, parte de su grey.
Sólo se recordaba a sí misma abriendo los ojos entre charcos de orín y rodeada de gatos tiñosos que la observaban a cierta distancia. No tenía idea de cómo había llegado hasta su casa, ni por qué puerta había entrado. Tumbada boca arriba sobre su cama la mente se le iba aclarando. Entonces fue consciente de la violación. Las ropas hechas jirones le recordaban que no fue un sueño. Que aquel chaval de voz profunda, que habría conseguido pidiéndolo cualquier deseo pecaminoso, había decidido tomarlo por su cuenta por la fuerza. Un dolor en la nuca fue abriéndose paso junto a la lucidez. Literalmente se arrancó la ropa y se metió en la ducha, como si el agua pudiese limpiar lo ocurrido horas antes. Pero algo le impidió permanecer bajo la cálida lluvia tibia. Unos gritos subían por la escalera que comunicaba con la taberna. Era Catalina, no había duda. Había oído esos chillidos desde pequeña y, aunque desaparecieron junto con su padre rumbo a París, todavía los reconocía.
Presente en la calle, ajena en las conversaciones |
Apoyado en el WC yacía ... |
Rápidamente se puso el albornoz y bajó descalza. Por el pasillo pudo comprobar que otras voces se habían sumado a las de su madre, que sonaba ahora más calmada. Entro desde la cocina y al abrir la puerta se encontró la estampa que terminó de derrumbar su mundo. Un grupo de clientes, rostros familiares rodeaban la puerta del baño en un ordenado corro. Catalina, apoyada en un taburete de la barra conversaba con unos policías que tomaban notas en una libreta. Se quedó paralizada por lo extraño de la escena, pero al moverse uno de los clientes comprendió lo sucedido. Apareció ante sí la imagen de un joven sentado en el suelo del retrete. Apoyaba su cuerpo en la taza de loza y todavía una goma elástica le apretaba el brazo derecho que permanecía arremangado y estirado. Un hilillo de sangre se deslizaba desde el brazo y caía hasta el suelo formando un pequeño charco bajo el codo. La jeringa en el suelo eliminaba cualquier duda sobre lo que había ocurrido allí. Debió quedar encerrado en el baño toda la noche, pensaron después, y Catalina, ya cansada de toda una jornada en la barra, había dejado la limpieza para la mañana del domingo. Era difícil saber si lo habían visto antes, pues todos se parecían demasiado. Al menos, idénticos eran sus rostros ajados, y todos compartían una misma forma de hablar, siempre arrastrando palabras que eran pronunciadas en voz baja, como un niño pequeño susurra sus oraciones bajo las mantas antes de dormir. Remedios hubiera jurado que era uno de los fantasmas que vio pululando por la noche frente a la puerta de la Madalena, pero no podría asegurarlo a ciencia cierta.
El día discurrió entre comentarios y visitas cotillas a la taberna, pero con el paso de las horas y de la vespertina tarde de fútbol frente al televisor, la rutina habitual se fue imponiendo. Cervezas, platitos de gambas cocidas para acompañarlas y algún bocadillo para quien no encontraba excusa mejor para retrasar la vuelta a casa. Todo fue volviendo a la normalidad excepto el espíritu de la Reme. Una sensación de amargura y quemazón le fue brotando en su interior. No era nada pasajero, pues iba a ser su compañera durante todos los amaneceres de su vida. Y no era fácil tener que comenzar el resto de sus días con una lucha que, aunque siempre solía ganarla, le fatigaba y envejecía cada día de manera más evidente.
Aunque la historia acaba aquí, merece la pena aclarar que la relación de Remedios con aquellos espectros no. Lejos de apartarse de ese mundo un secreto siguió uniendo sus mundos como un cordón umbilical. Habría pasado en torno a un año desde la aciaga noche. Catalina escucho un ruido desde su cama y le levantó rauda y alerta. No era la primera vez que entraban a robar la recaudación de la caja. Por eso adquirió la costumbre de retirar la mayor parte del dinero todas las noches, pero dejar un resto con la caja abierta, para que los posibles asaltantes se conformasen y no subiesen a la vivienda. Con sigilo, la mujer bajó la escalera y se dirigió al bar. La puerta estaba cerrada con una llave que colgaba de su lado, así que la giró despacio con el oído puesto en la madera a ver si escuchaba algún ruido. Abrió y todo estaba oscuro y quieto.
- Falsa alarma- pensó -debo estar volviéndome loca-
Cerró la puerta tras de sí y se dispuso a subir de nuevo, cuando advirtió una corriente de aire frío que le llegaba desde el pasillo que llevaba a la trasera. Lo recorrió a tientas y advirtió al fondo la puerta abierta de par en par. No se amilanó, y con la valentía de una madre que protege su madriguera, se asomó a la calle dispuesta a encontrarse cualquier cosa. Agachada, ignorante de que desde ahí su padre aprendió una lección de la vida unas décadas antes, ahora le tocaba el turno a ella. Pudo distinguir con claridad a Remedios, la cerrada, la insensible, y por qué no decirlo, la triste hija. Envuelta en una gruesa bata que un día fue suya y que ahora usaba su hija para abrigarse dentro de casa. Iluminada por las farolas su cuerpecillo se engrandecía como el de una gran dama. Junto a sus pies una gran bolsa descansaba en el suelo. Primero con miedo, y luego con asombro, pudo distinguir cómo de las sombras de la calle iban surgiendo siluetas que se dispusieron en torno a ella. La tranquilidad con que su hija afrontaba este hecho le frenó el impulso de chillar pidiendo auxilio. Las figuras errantes descubrieron su identidad con la luz de las farolas. Se trataba de un ejército de yonquis que rodeaba a su hija. Rostros destruidos y raídos por el veneno, serenos y serios, transmitían esa noche una sensación de dignidad, que contrastaba con la de tristeza que siempre había sentido por ellos, cuando se acercaban por el bar suplicando un café, unos azucarillos o simplemente un poco de calor y compañía.
La Santa Compaña se disponía en orden frente a la joven |
La hija se agachó y abrió la bolsa. Entonces con un orden impecable, fueron acercándose de uno en uno y recibiendo un bocadillo envuelto en una servilleta junto a una lata de cerveza que sin duda la Reme se había agenciado de la cámara. Ahora se explicaba la razón de que, desde hacía un tiempo, cuando sacaba la basura por la noche, nunca había sobras de pan. Lo achacaba a que lo hacía la hija, o a que ésta, por su cuenta había decidido cambiar la cantidad de pan encargada al horno para adaptarla mejor al que gastaban realmente. Los insomnes espíritus se retiraban de nuevo a las sombras de donde venían sin pronunciar una palabra. Sólo rompió el protocolo un joven que aprovechó que la joven le tendía la mano con el bocadillo para asirla. Su hija levantó la mirada y la fijó en él.
Redención en forma de lágrimas |
-Gracias- arrastró una voz ronca. Profunda como no recordaba ninguna otra.
Remedios sonrió y con la mano libre acarició despacio su rostro, recogiendo las lágrimas que la madre no pudo ver desde la distancia, pero que intuía deslizándose por la cara angulosa y chupada. Lágrimas liberadoras como las que humedecían sus mejillas. Orgullo de madre, recuerdos de infancia y reconciliación con la vida, fueron los sentimientos que estallaron en su interior, que conquistaron su espíritu y que regaron de nuevo su yerma alma.
Qué entrañable! Qué humano!
ResponderEliminarHoy has hecho que me sienta más libre, incluso el planeta me parece más digno.
ResponderEliminarFabuloso.
Belén
Hola guapos! Cómo me gusta Aragón.
ResponderEliminarUn beso grande para lo maños.
Os agradecemos los comentarios. Son estímulos fuertes.
ResponderEliminarSólo queda un relato más. El del 2010. A la tercera va la vencida.
Besos y gracias
Hola, os felicito por vuestro magnífico blog, es muy didáctico. Tengo en mi blog un apartado para blogs aragoneses, no sabía de la existencia de vuestro blog, ahora que ya lo conozco os agrego, no podeis faltar como mañicos que sois.
ResponderEliminarUn saludo.
Qué bueno este blog! Muchas gracias.
ResponderEliminarQué recuerdos...
Un saludo.
(www.astrosytarot.es - Madrid)