lunes, 29 de noviembre de 2010

Memorias del Casco de Zaragoza (Parte I, La panadería)

 La panadería, 1939

Calle Mayor, el escenario


A ningún habitante de aquella Zaragoza de finales de 1939 se le escapaba que la miseria y  la desesperanza gobernaban la ciudad a su antojo. Fluían en la atmósfera en forma de neblina, que penetraba por la carne hasta los huesos y por las paredes hasta las más recónditas alacenas. Pero la verdadera reina de la ciudad era la venganza. Se manifestaba ésta de manera violenta y salvaje en escenas que seguían repitiéndose meses después del final de la contienda. La bestia no se saciaba, el monstruo pintaba rojo sobre gris.

La vida resistía allí

Despacho de pan

En la panadería se sufrían los efectos de la postguerra como en cualquier otro negocio de la ciudad. Escasez de productos, de dinero, y sobre todo de alegrías. Pero, bien era cierto que, una de las circunstancias más duras para la población era desconocida en la familia de Catalina: el frío. Un enorme horno de hierro fundido presidía la sala del obrador.  En él se cocía el pan de madrugada inundando de olor a masa hasta el último rincón de la habitación. En ella dormía la familia entera, amontonada sobre dos enormes colchones que disponían cada noche. Desde el estallido de la guerra no había carbón para la casa, así que bajaban al taller donde el frío desaparecía, derrotado por el hierro que envolvía el horno. Lo que para aquella familia era una incomodidad más que los malos tiempos traían consigo, se convirtió en el recuerdo más nítido y preciado para Catalina muchos años después. Aquel olor a bollos y panes recién horneados en tiempos de escasez acompañó a la niña durante toda su vida. La verdad es que apenas probó las piezas que su abuelo y su padre amontonaban en enormes bandejas, que serían repartidas por la mañana entre los cafés más selectos de la ciudad, o despachadas en el mostrador de la panadería previa entrega del cupón de racionamiento correspondiente. Una bandeja de croissants para el Ambos Mundos, otras dos para el Zaragozano, una de vienesas y otra de bollitos de canela para el Niké; casi todos los establecimientos de la ciudad encargaban sus dulces al horno, que nunca perdió sus orígenes humildes y artesanales. Delicias de la época que convivían con elaboraciones de supervivencia. De los panes rugosos de gruesa corteza que salían por la boca del horno desde la madrugada se alimentaban multitud de hogares humildes que gastaban casi todos sus caudales en él.

Horno obrador en funcionamiento

joyas de croissants

de bollos suizos

y de canela

covivían con humildes chuscos

Café Ambos Mundos

El despacho de pan hacía esquina entre la calle Mayor y Sepulcro. Era sin duda uno de los puntos de referencia del barrio. En unos momentos en los que la gente caminaba por la calle sin detenerse, cabizbaja, huidiza; aquel mostrador era punto de parada obligada para los vecinos. Servía de confesionario para muchos. Se contaban en él los chismes y  relatos cotidianos de la gente. Se podría afirmar que era el último rescoldo vivo de lo que años atrás fue un barrio dinámico y alegre.  Atendía todas las mañanas la abuela de Catalina, que compaginaba esta labor con la del cuidado mimoso de la madre, a la que la niña siempre recordó tendida sobre un colchón en un rincón del taller. Desde la muerte en Belchite del mayor de sus hijos, aquella mujer lozana se negó a vivir. Enmudeció para siempre y su mirada se tornó lejana y vacía.


Amasando la infancia

Catalina se educó entre el mostrador y la mesa de trabajo. Casi nunca salía a jugar con los otros niños. No era por falta de ganas, sino por el miedo que sus abuelos tenían al ambiente de la calle. Las plazas cercanas se vaciaron de niños y pelotas. Los aros se guardaron en los altillos y salvo algún grupo de valerosos cazagatos con las rodillas desolladas, los niños dejaron de campar solos por las calles. Así que al llegar del colegio cruzaba el mostrador y se sentaba con la abuela. Allí contaba, una y otra vez, las monedas que se iban recaudando y amontonando en una caja de latón que había estado llena de galletas danesas de mantequilla. Luces de tiempos lejanos. Creció, de este modo, escuchando relatar las historias de la calle. Las clientas las susurraban con la mirada puesta en la puerta de entrada, por precaución. Nunca se sabía quién podía estar escuchando. Recordaba cientos de ellas, pero hubo una en especial que le llamó la atención. Se refería a un personaje por el que sentía un especial afecto, Juan, el carnicero del Mercado Central. Y es que en él había muchas carnicerías, pero ninguna como la de Juan. Antes de la guerra, los sábados por la mañana la abuela aseaba a Catalina. La vestía con lo más decente que encontraba y salían a comprar al mercado. Frutas maduras de olor dulzón daban paso a la zona de pescados, donde el salazón de bacalaos y anchoas, los escabeches que le llenaban la boca de saliva y aquel olor a perejil empapaban los estrechos pasillos. Por fin llegaban a su sección favorita, la de la carne y embutidos. Las charcuterías lucían sus mostradores con colores brillantes: longanizas, chorizos, montañas de bolas y morcillas hechas unas horas antes en pequeños obradores, quesos olorosos cortados a grandes tacos con enormes cuchillos. Toda una abundancia que hacía gozar a una niña que esperaba toda la semana aquel paseo glotón. Y entre toda esa montaña mágica aparecía el rostro sonriente de Juan, que todavía se tornaba más jovial cuando se cruzaba con la mirada de Catalina. La niña miraba con los ojos desorbitados aquellas cabezas de cerdo sobre el mármol blanco. Sangre deslizándose por la piedra hacia el encharcado suelo. Grandes pedazos de carne que Juan se afanaba en rebanar con habilidad, sin perder el hilo de una conversación que no acababa nunca con sus clientas. Al llegar el turno de la abuela, la niña se adelantaba para repetir el ritual de todos los sábados. Juan se limpiaba las manos en el delantal y sacaba, de debajo del mostrador uno de los famosos pirulíes de la Habana, que le tendía con un guiño. A pesar de la reprimenda de la abuela, y de la advertencia de que se iban a caer todos los dientes si seguía así, Catalina lamía la golosina durante horas.

Niños en el parque con sus aros

El día de ir al Mercado Central era de aventua

Los puestos antaño repletos...
El hecho es que desde hacía años, el paseo del sábado se había suspendido. Muchas paradas del mercado cerraron, y las que se resistieron a hacerlo llenaron sus vitrinas con productos que en nada recordaban el sabor de antaño. Latas de conserva sustituyeron a los frescos productos de la huerta, trozos de grasa y cuero que antes eran desechados eran los únicos artículos a la venta en las carnicerías, y salvo en un puesto de salazones y congrios secos, ya no se podía encontrar pescado en todo el mercado. Casi había olvidado a Juan, pues es sabido que la memoria de un niño es corta. Tan corta, como demasiado profunda se vuelve en la vejez. Fue una de las habituales chismosas del barrio la que sacó su nombre a relucir.
- Se dice que llevaba a jovencitos a su casa todas las noches - susurraba consciente de la presencia de la niña - y no se sabe cuántas perversidades haría con ellos. Se veía venir - afirmó. Mi abuela le tendió el pan con rapidez e ignoró el comentario con la esperanza de que Catalina no se hubiese percatado.
-Yaya, ¿De quién hablaba esa señora?- preguntó Catalina a su abuela
- De nadie que conozcas- mintió la abuela desviando conscientemente la atención de la niña – Eso son cosas de mayores- sentenció.
Las tardes pasaban monótonas, pero las recordaría, muchos años después, con la nostalgia de una persona que habiéndose criado en una gran familia, va perdiendo a sus miembros poco a poco, y va ganando momentos de soledad, cada vez más a menudo. Era la niña de los ojos del abuelo Macario. Cuando se despistaba la abuela, el viejo apartaba el cuaderno de tareas del regazo de la niña. Ella sabía lo que significaba. Se acercaba a la enorme mesa de trabajo y arrimaba un taburete para ponerse a la altura. El abuelo, entonces, se situaba detrás de su nieta y le agarraba las manos entre las suyas. Las frotaba con fuerza mientras Catalina reía con sonoras carcajadas.
- Las manos de una buena panadera siempre deben estar calientes, para que la levadura vaya fermentando- Explicaba el abuelo cada tarde sin para de frotar. Después del ritual hundía aquellas manitas en la gigante bola de masa que le esperaba levando sobre la mesa. Las manos del abuelo ponían la energía y las de Catalina la delicadeza y calma. La niña supo tiempo después que la masa que ayudaba a preparar al abuelo era la que utilizaba para hacer el pan familiar, porque éste afirmaba que aquellas manos eran milagrosas y lograban una finura que no conseguía de otro modo.
Corría el calendario de 1939 hacia su final. La noche había sido tan fría que ni tan siquiera el gran horno a pleno funcionamiento pudo calentar la madrugada. Al asomarse a la ventana de la panadería observó que una densa niebla le impedía ver los portales del otro lado de la calle. Volvió al colchón y se acurrucó entre sus padres. Un mal presagio le incitó a taparse con la manta la cabeza, para ver si podía huir del peligro que acechaba en el ambiente. No lo consiguió. Al momento de acostarse comenzaron los gritos en la calle. Sollozos y lamentos que pusieron en alerta a toda la familia. El abuelo Macario fue el primero que se puso en pie y seguido por el padre salió del obrador por el pasillo que llevaba al almacén y a la calle. La abuela se abalanzó hacia el hueco que quedó en el colchón de catalina y la abrazó con fuerza. Pasaron los minutos y los hombres regresaron al improvisado dormitorio. La niña observó cómo su padre pasaba de largo delante de las mujeres con el paso perdido, y se sentaba en una silla delante del vaso de anís que se sirvió con generosidad. Los ojos cada día se parecían más a los de la madre. Perdieron, no recuerda cuándo, el brillo que tenían al empujar en los columpios del parque a su hermano y a ella en las añoradas, pero casi olvidadas mañanas de domingo de años anteriores. Al momento entró el abuelo. Era otro carácter. Como si tuviera prisa, cruzó la habitación con cuatro largos pasos. Agarró en cepillo que utilizaban para limpiar de harina el suelo y lo golpeó contra la pared, en un estruendo que retumbó por años en los oídos de la niña. Blasfemó hasta deshincharse, lloró hasta secarse y dio vueltas alrededor del horno hasta caer rendido junto al resignado padre.

El horno vencía al frío

La enorme y alta mesa...

- Los han acribillado- susurró el padre volcando de nuevo la botella de licor- como a ratas- fijó la mirada en el vaso que apuró de un trago largo. La escena se sumió en el silencio. La abuela se acercó por detrás, despacio,  a su extenuado marido y le rodeó con sus brazos en un abrazo que le trataba inútilmente de reconfortar. 
Catalina sintió una soledad que jamás una niña debería conocer. Frente a ella, un padre entregado a una botella y unos abuelos fundidos en un abrazo ignorantes de toda realidad. Junto a ella, tumbada en la cama, una madre fría como el mármol no tenía más presencia humana que una estatua yacente. La reacción fue la propia de una niña curiosa. Se levantó por segunda vez en aquella mañana y se dirigió hacia la puerta del almacén. Ya en el pasillo se percató de que los hombres habían dejado la puerta abierta porque una corriente de aire gélido le helaba la cara. Se acercó a la salida y contempló como un grupo de vecinos observaba la puerta desde la acera de enfrente. Sus rostros serios extrañaron a la niña. Las miradas se dirigían hacia el suelo tan concentradas que no vieron cómo una niña aparecía bajo el umbral de la puerta de la panadería.
La imagen que apareció ante sí, justo delante de sus pies descalzos y helados no se pudo borrar en toda una vida. Una postal de otro mundo, desde luego no del de los humanos. Tres cuerpos se disponían en hilera ante la puerta abierta. Conservaban las ropas, aunque sucias, ajadas y maltrechas, llenas de agujeros ensangrentados. Las cabezas sobre pequeños charcos de viscoso rojo. A dos de ellos no los pudo identificar, pues una máscara de lo que ya era costra negruzca cubría sus rostros por completo, pero al tercero, el más próximo a la puerta, lo conocía bien. Hacía poco que lo había oído nombrar en una extraña conversación. Juan, el carnicero del Mercado Central, estaba tendido a sus pies. Su rostro estaba limpio y pálido, pues aunque era evidente que del agujero que presentaba en la sien había manado gran cantidad de sangre, ésta se había deslizado hacia atrás formando una maraña con el pelo. El color del rostro le recordó al de su madre y era curioso porque habitualmente el carnicero presentaba un color dorado fruto de sus comentadas escapadas a la Costa Brava en verano. Tardaría algún tiempo en comprender lo que había sucedido aquella fría madrugada, y el mensaje que, escrito con letra infantil sobre unos cartones, colgaba del cuello de cada asesinado: Ajusticiado por comunista. No supo cuánto tiempo permaneció de pie ante la escena, ni quién le empujó hacia el interior del horno y cerró la puerta con violencia. Ya junto a la boca abierta del horno su cuerpecillo entró en calor y el color rosáceo volvió a sus mejillas, pero algo en su interior jamás volvería a calentarse. El rostro pétreo de Juan se apoderó de un rincón de su memoria, la inocencia infantil fue mancillada para siempre.
El tiempo y el frío fueron poniendo las cosas en su sitio. Los trabajos del horno y los del colegio, nuevas conversaciones y acusaciones entre vecinos, historias de cárceles y abusos se fueron sucediendo. La vida en el barrio continuaba pero algo había cambiado desde aquel día. Y no es que la gente, que durante todo el día fue obligada a ver la escena macabra, actuase de otro modo, sino que Catalina los miraba con nuevos ojos, nunca más infantiles.
Este hecho no fue lo único que empujó a la niña hacia la madurez prematura. Cada vez  se repetía con menor frecuencia el ritual vespertino de frotar las manos y amasar el pan junto al abuelo. Macario se sumía horas enteras en un profundo ensimismamiento que le alejaba a pasos agigantados de su nieta. Ésta esperaba con ansiedad que su abuelo le apartase el cuaderno como hacía antes, pero casi nunca se cumplía su deseo. La abuela siguió siendo el centro activo de la familia. Pasó página rápido, o lo disimuló muy bien. Cantaba coplas famosas junto a las tonadilleras de moda que sonaban por la radio. Se movía con diligencia por la panadería contagiando a la niña una vitalidad extraña en el resto de la familia. Era la única muestra de vitalidad que sobrevivía en aquel hogar.

Una bella estampa le paralizaba...

Para que sirva de muestra de que incluso en los tiempos más aciagos hay lugar para la esperanza, es de justicia relatar el acontecimiento que reconcilió a Macario con el mundo real. El abuelo apenas dormía desde la muerte de su nieto, circunstancia que se agravó desde es día en el que apareció el carnicero asesinado junto a su puerta. Los breves periodos en los que el sueño se apoderaba de él, éste se presentaba ligero y nada reparador. Una noche, tras uno de sus escasos duermevelas, Macario escucho un ruido que le puso en alerta. Al abrir los ojos distinguió la pequeña silueta de Catalina de pie junto a la mesa de trabajo. La pequeña estaba subiéndose al taburete y llevaba un saquete de grueso lino en la mano. Uno de los que solían utilizar para transportar los encargos de los reputados locales de la ciudad. Con una delicadeza extrema, la niña iba introduciendo varios de los chuscos de pan sobrante del día anterior en el saco. Cuando lleno éste hasta la mitad, lo ató con un cordel del modo en el que él mismo le había enseñado. Abandonó la mesa y cargando con el saco sobre la espalda se dirigió al pasillo. Pensó en llamar a la nieta y pedirle explicaciones, pero algo dentro de él le aconsejo no hacerlo y seguir a la niña para ver en qué acababa el asunto. Así que en silencio abandonó el colchón y siguió a Catalina que ya se encontraba abriendo la puerta de la calle. Se dirigió el abuelo a la puerta y se agazapó detrás de ella, pues la niña tuvo la precaución de dejarla abierta tras de si. Ahí estaba su nieta. Quieta, en mitad de la calle, de pie, con su camisón remendado, junto al saco de pan que descansaba en el suelo. Pasaron los minutos y a punto estuvo Macario de llamarla para entrar de nuevo. Se lo impedía la belleza de la imagen que se presentaba ante él.
El silencio enigmático de la noche se vio interrumpido por unos pasos que resonaban inundando la calle. Los sonidos huecos dieron paso a las sombras que, desde la oscuridad de los portales, fueron apareciendo rodeando a la niña. Un regimiento de figuras se fue disponiendo en torno a la pequeña Catalina. Ésta, sin mostrar temor alguno, con un gesto casi mecánico, agarró el saco de pan y fue recorriendo el círculo ofreciendo su contenido a los desconocidos. Desarrapados, rostros enfermizos y desnutridos, raquíticas figuras que desaparecían de la ciudad de los vivos con los rayos del sol y resucitaban cada vez que la luna volvía a reinar con su brillo en el cielo. De manera ordenada las huesudas manos se iban introduciendo en el saco para llevarse, mendrugo a mendrugo, lo que a buen seguro sería el único alimento que se llevarían a la boca aquel día. El abuelo quedó paralizado ante la escena. Las figuras se retiraban en silencio protegiendo con ambas manos la pieza de pan duro como si fuese un tesoro. Sólo un gesto rompió la rutina de movimientos. Una de las figuras rompió la improvisada formación y se atrevió a acercarse a la niña. Esta vez el abuelo a punto estuvo de salir de su parapeto en un arranque protector, pero algo desde las entrañas le retuvo agazapado y siguió observando la silenciosa escena. Pudo distinguir que se trataba de una anciana, con evidente cojera se acercó lentamente a la niña. Eran prácticamente de la misma altura, pero la juventud y lozanía de la niña contrastaba con la decrepitud y cansancio de la vieja. Ésta se detuvo ante Catalina y acercando sus labios asestó lo que Macario intuyó como un beso en la sonrosada mejilla de la niña. El grupo de espectros se fue disolviendo y la nieta plegaba el saco y volvía sus pasos hacia la panadería. Macario se incorporó ante la llegada de Catalina y, para no ser descubierto, se internó en las sombras del pasillo, que recorrió con rapidez para volver al jergón y simular un sueño profundo. Allí espero el regreso de la nieta, que se acostó de nuevo entre el cuerpo demasiado cálido de su padre y el gélido de la madre. Aquella noche, el viejo insomne tampoco encontró la paz del sueño, pero unas lágrimas liberadoras brillaron resbalando por sus ásperas y duras mejillas, haciéndole recordar que aun seguían vivas.
     
Las lágrimas le recordaron que estaba vivo... 

7 comentarios:

  1. No tengo palabras...sólo lágrimas de rabia.
    En un mismo lugar, has descrito la bajeza del ser humano, pero también la belleza más absoluta.
    Mil besos, Belén y Chuan

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  2. Yo, como el abuelo de Catalina, también he llorado. felicidades otra vez porque la verdadera historia de nuestras calles no está en sus nombres, está en sus paredes, en sus aceras, donde se sufrió, se amó y se cometieron crímenes que no olvidaremos.

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  3. Gracias, si conmueve un poquito, me alivia. Todavía hay esperanza.
    Salut para todos

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  4. bel post e belle foto, ci ho messo un po' per tradurlo!!

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  5. Gracias por ponernos las calles delante de nuestros ojos y dentro de nuestro corazón.

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  6. Hola, buenas tardes!

    Gracias por visitar EternosPrazeres!!!

    Me gustaría leer este post entero, porque me parece muy interesante ... pero mi español es rudimentario, necesito tiempo ... pero no veo ningún problema, estoy siguiendo tu blog, me puede volver a en cualquier momento!hehehe!!!

    Muy contenta,
    Renata Boechat,
    de Brasil

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