miércoles, 13 de octubre de 2010

Croissant y queso de Tronchón

Queso de Tronchón y Croissant


No fue difícil pasar desapercibido entre aquella marea de gente. Miércoles, finales de agosto, cuando los zaragozanos van regresando, con cierto orden,  de su éxodo estival a tierras tarraconenses. La indefinición reinaba a esa altura del Paseo Independencia. Al menos eran identificables cuatro enormes colas, que aguardaban pacientes sus objetivos.
Paseo de la Independencencia
Zaragoza

A la de la heladería italiana, por cierto con productos de una calidad ínfima a ojos de Cisco, se les sumaban las gentes que aguardaban ante las taquillas de los Cines Palafox, con una mezcla de programación donde aun convivían las ligerezas del verano con los nuevos estrenos cinematográficos de la temporada que comenzaba. Ambas colas avanzaban con cierta rapidez en comparación con la de la Librería General, donde se habían comenzado a dispensar los libros de texto escolares del curso que se avecinaba. Un empleado de seguridad ponía orden y daba el paso por turnos y de manera marcial a grupos de varias decenas de personas a la librería. El cuarto grupo que compartía espera bajo los soportales del paseo era en el que Cisco tenía puesta su atención. Las ropas elegantes les diferenciaban del resto. Trajes bien cortados y vestidos alejados de las modas veraniegas y piscineras lucían cuerpos morenos de historias de verano ya pasadas. La cita era de las que se pueden considerar importantes para una capital de provincias. El cartel anunciador tras la puerta de entrada a la sede central de la Caja de Ahorros de la Inmaculada lo resumía a modo de eslogan: Pedro Grasa, de la cocina molecular al regreso de la tradición. La fotografía del afamado cocinero sonriendo al espectador era la misma imagen del triunfo. Además, por si acaso no era suficiente, las cinco estrellas que lucía el protagonista sobre su nombre bordado en el pecho evidenciaban, a modo de galones militares, los méritos del personaje.

El cava recorría los grupos

Su trabajo para una asociación de comerciantes de productos gourmet, como era el Mercado de San Antonio, le facilitó la posibilidad de conseguir la invitación al evento. No faltaba allí nadie de las altas esferas gastronómicas de la ciudad. Directores de hoteles y restaurantes se codeaban en el hall de entrada al recinto con los mejores chef y políticos locales. Copas de cava y grandes bandejas de canapés circulaban entre el gentío, que se dispersaba en pequeños corrillos donde se anticipaban los futuros chascarrillos urbanos postvacacionales de la alta sociedad provinciana.



Ignorando los aperitivos, no por falta de ganas sino por precaución, el actor fue avanzando por la engalanada sala y entró al gran salón de actos por una de las pequeñas puertas laterales del fondo. Estaba aun casi vacío, lo que aprovechó para elegir un lugar discreto entre las filas del fondo. Se acomodó en la butaca y abrió el folleto anunciador de la conferencia como si tuviese un especial interés en su contenido. Lo que le llamó la atención no fue el texto donde se relataba la triunfal carrera del mediático cocinero, sino los logotipos corporativos que ilustraban la contraportada. Junto a todas las instituciones municipales y autonómicas, figuraban las grandes firmas empresariales del sector, dando importancia y prestigio al evento, así como, dedujo Cisco, enormes beneficios económicos al protagonista. Lo que estaba claro era que aquello formaba parte de una gran campaña comercial. El interés por cuestiones técnicas gastronómicas sería mínimo. No brillaban allí las ropas ni los utensilios de cocina, sino las joyas y perfumes de las reuniones sociales.

Ajeno a los canapés, Cisco actuaba discretamente

Pasaban ya diez minutos de la hora señalada cuando los grupos se fueron dispersando y el público fue tomando asiento en el salón, que quedó abarrotado en un santiamén. La presencia del alcalde de la ciudad y de los principales rostros políticos de la región daba brillantez y enjundia al momento. Pero su aparición vino de la mano del Consejero de Turismo, entrando ambos por un lateral del estrado cuando todos estaban ya sentados en la larga mesa dispuesta para la ocasión. El maestro de ceremonias era el recién nombrado Director General de la institución financiera, que tras sus palabras de bienvenida cedió el turno a las autoridades políticas para su momento de lucimiento personal. Tras media hora de sucesivas presentaciones y diatribas, llegó el momento esperado. Tomó la palabra el cocinero más famoso del momento, que además de su gran recolección de estrellas Michelín, tenía en su nómina de méritos el premio de cocinero del año otorgado por la Unión Europea. Título logrado por vez primera por un cocinero español, y que le llevaba a la gloria que sólo deportistas y actores compartían hasta entonces.

Tras los saludos y agradecimientos de rigor, el cocinero derivó sus palabras hacia el mundo del queso, pues ese era el tema anunciado para la conferencia. Lo cierto es que a Cisco le hubiese gustado que el acto hubiese discurrido de otra manera. Llevaba días imaginando a su antiguo compañero defraudando a la concurrencia con algún comentario poco acertado o fuera de tono. Otras veces imaginaba una charla aburrida que abriese las bocas del público en evidentes y sonoros bostezos. Incluso llegó a desear un cataclismo electrónico viendo la imagen del cocinero chamuscado entre cables, retorciéndose por el suelo. No fue el caso. El tipo se manejaba bien. Dijo lo que quería decir, por lo que le pagaban e inundaban de condecoraciones. Promocionó un producto, ofreció su clase magistral de elaboración de quesos e hizo el juego de respaldo personal a las instituciones y empresas que iban a iniciar una fuerte inversión de capital y necesitaban dar a conocer la iniciativa a electores y empresarios.

Histórica pieza

-Podemos encontrar dos momentos históricos claves para el queso de Tronchón- inició el tema el conferenciante- uno es conocido por todos. Se trata de su aparición en el Quijote, cuando el caballero andante alaba el sabor de esta maravilla. Allí podemos darnos cuenta de la antigüedad de la fama del producto. A comienzos del siglo XVII Cervantes sabía del reconocimiento popular a la calidad de este queso, pues no necesitó más aclaración que el propio nombre de la localidad turolense para referirse a él. La segunda referencia que quisiera recordar- continuó Pedro Grasa- es el éxtasis que causó su sabor en el Palacio de las Tullerías francés, cuando nada menos que la mismísima Mª Antonieta casi muere de placer al probarlo- En este momento, el cocinero giró la cabeza hacia el alcalde  y autoridades buscando las sonrisas de asentimiento que  encontró sin problema- El asunto era que para la visita del ilustrado aragonés Conde de Aranda a la corte francesa, éste eligió como presente una carreta con cien quesos de Tronchón, que dejaron boquiabiertos a la aristocracia francesa de finales del XVIII. Una pena que sus finas gargantas- aquí se ganó al público de la sala haciendo el gesto de aguillotinamiento sobre su cuello- no pudiesen disfrutar mucho tiempo del preciado sabor. Pues bien, el caso es- continuo, ahora serio- que aquellos quesos conquistaron a las gentes gracias a un elemento esencial que se trata de recuperar hoy: el cuajo vegetal. Los quesos, en la actualidad se coagulan de manera industrial con cuajos animales o microbianos, pues estos hacen mucho más controlable el largo proceso de maduración y consiguen, aunque con menor brillantez, una homogeneidad y regularidad incomparables. Sin querer entrar en más tecnicismos- sonrió mostrando una blanquísima dentadura que Cisco pudo apreciar desde el fondo de la sala- sólo diré que tres son los tipos de queso en nuestro país que no han renunciado a usar el cuajo vegetal tradicional: Las tortas del Casar y la Serena en Badajoz, la Flor de Guía en Gran Canarias y el de Los Pedroches en Córdoba. A la vista de su calidad y renombre nadie dudará de los beneficios de este método. Si Tronchón perdió esta práctica, ahora debe recuperarla. Las modernas técnicas hacen ahora controlable la regularidad del proceso de curación y envejecimiento. Debemos volver al uso del pistilo de la flor del cardo o Cynara Cardunculus. Como nuestros antepasados. Comunicarnos con los tiempos de Cervantes y del Conde de Aranda. Los quesos volverán a ganar en cremosidad y adquirirán el hoy perdido toque amargo que les aportaba la flor- iba elevando el tono de voz en clara pose teatral. Hay que levantar Teruel, y lo haremos desde sus quesos- casi concluyó gritando en un éxtasis que el publico premió con una fuerte ovación que provocó en Cisco un fuerte pinchazo en su vacío estómago.  

Ese codiciado objeto de deseo



-¿Qué le importaba Teruel a un tipo como aquél? Nada, estaba claro- pensó el actor cuando el ambiente se serenaba. Todos lo sabían, pero daba lo mismo. El hecho de que un personaje internacional estuviese allí, hablando de un pueblecito frío perdido en tierras duras, era suficiente para seguir la corriente del discurso promocional.



Localidad de Tronchón

Tras la explicación técnica sobre la elaboración del queso vino el verdadero mensaje del acto. El presidente de una recién creada corporación con capital mixto, que todavía no tenía ni nombre ni sede pero, evidentemente, sí, una enorme partida presupuestaria, explicó el proyecto de construcción de un conjunto de balnearios, dos lujosas urbanizaciones y un campo de golf en el hasta entonces tranquilo pueblecito turolense. El Consejero de Turismo elogió la propuesta, y el de Economía anunció la edificación de un gran polígono industrial, donde se producirían a gran escala la nueva gama de quesos con cuajo vegetal, que volverían a conquistar el mercado. El objetivo se cumplió. Promoción y propaganda con la firma más reconocida del momento. Ahora la fiesta continuaría, pero Cisco no estaba invitado a la nueva fase. La mesa principal se levantó y sus miembros fueron desapareciendo hacia espacios más reservados. El actor se mantuvo agazapado en la butaca hasta que la sala se fue desalojando y discretamente salió entre el ajetreo y los comentarios del público. Fue un rotundo éxito. Los deseos de fiasco se desvanecieron y un sentimiento de envidia a su viejo amigo le acompañó aquella noche hasta su casa. Ni la calurosa bienvenida que le ofreció la perrilla Cinta pudo hacer desaparecer la imagen de la sonrisa del vencedor de la noche. La fotografía triunfante del cartel ocupaba su mente cuando, sin pensar en cenar, ni en desvestirse, se arrojó sobre la cama deshecha dispuesto a enfrentarse a sus fantasmas.

...el joven rubio siguió haciendo pliegues...


Los tres jóvenes se miraban de reojo con gesto serio. Las mesas formaban una U que cerraba el banco del jurado que, libretas en mano, iba a valorar todo el proceso. Sobre la limpia y blanca superficie de mármol  se disponían los mismos ingredientes, utensilios y un horno que los finalistas se habían ocupado en precalentar a la temperatura deseada. El tiempo era un factor esencial. Una hora para elaboración de un croissant. No había apenas tiempo de leva. Formar la masa, hacer los pliegues y la cocción. No había margen de error posible. La negociación de los ingredientes también fue importante. La harina de trigo se decidió cordobesa, el azúcar de grano grueso y la mantequilla de Échiré. No eran los favoritos del joven rubio, pero se amoldaría fácilmente a los mismos. Hubiese preferido el azúcar más fino y la mantequilla con menos composición en agua y más grasa, pero debía amoldarse a lo acordado. Él sabía cómo tratar aquellos ingredientes. Era el mejor, y como él, el resto también era consciente de su superioridad. Tenía el proceso tan mecanizado y controlado que conocía, incluso la temperatura de la palma de sus manos, más alta que la de una persona normal. Aspecto a tener en cuenta en el proceso de amasado. El silencio reinaba en la sala. Años de preparación, estudio, sacrificios y renuncias para llegar allí. Nada podía fallar. Todo estaba escrito.



El proceso normal estaba claro y era de manual. Elaboración de la masa clásica tamizando la harina sobre el agua tibia endulzada previamente. 325 Gramos de fina harina de trigo sobre 60 gramos de azúcar disuelto en agua. Podía calcular las cantidades sopesándolas con los ojos cerrados. Sintió la masa formándose entre sus dedos, endureciéndose bajo la presión de sus nudillos. La trabajó hasta rozar la perfección, como tanta veces. Aplicó el rodillo y formó un rectángulo perfecto sobre la superficie enharinada al que no hubo que hacerle modificación alguna en la forma. No sólo le salía todo como en sus sueños, sino que al levantar la cabeza vio a sus oponentes con algún apuro. Frente a él, sudando, un oponente había vuelto a comenzar a hacer la masa desde el principio. Algo le había fallado y eso lo pagaría al final, porque tendría que restar tiempo al levado o a la cocción. La victoria ya no era opción para él, que sólo la mecánica, la práctica y la dignidad le impedían abandonar la final. En la mesa central, su compañero de escuela se afanaba en finalizar la masa. Así que calculó que le iba sacando uno o dos minutos de ventaja, que a postre serían los que le podrían dar la victoria. Volvió a concentrarse en sus tareas. Colocó con precisión el bloque de mantequilla en medio del rectángulo y lo envolvió con mimo con las cuatro esquinas, cubriéndolo, como sólo lo sabe hacer una madre con su hijo enfermo. Lo sabía. Si era capaz de transmitirle amor a la mantequilla, ésta se lo devolvería en forma de aromas y delicadezas que aquél jurado presuntuoso jamás habría soñado.



La ortodoxia era conocida desde los primeros cursos de estudio. Aplicar el rodillo dejando homogénea la masa sobre la superficie y doblar por la mitad. Repetir el proceso siete veces para llegar a las famosas ciento ocho capas de las que constan los preciados bollos. Aquí vino la sorpresa para todos. Años de ensayo en soledad. Nadie supo jamás de sus desvelos por hallar la fórmula mágica. ¿Cómo multiplicar el número de capas sin que se resienta el resultado final? Muchos lo intentaron pero las matemáticas no fallan. Si se pliega la masa más de siete veces el proceso de cocción fracasa. El azúcar quedaría quemado por fuera para poder cocinarse por dentro, o si se dejaba el su punto en la parte exterior, las capas de dentro quedarían crudas. Además el grano grueso elegido dificultaba todavía más la operación. Seis y siete. El joven cocinero tenía sus ciento ocho capas ante sí, cuando con una sonrisa en sus labios acompañó a un nuevo movimiento de sus manos hacia la masa. Se pudo oir un rumor entre los miembros del jurado. Algo fallaba. ¿Había contado mal? Ocho pliegues y vuelta al rodillo, doscientas dieciséis capas. Había perdido, nadie es capaz de hornear algo así. Nueve pliegues, cuatrocientas treinta y dos capas. Las sonrisas del jurado eran ya evidentes. El joven presuntuoso que les había mirado con tanta altivez se había suicidado. Error de principiante. Nadie se extrañó del siguiente paso. El rubio no dejó levar la masa junto al calor del horno como dictaba la ortodoxia, sino que envolviendo la masa con sus antebrazos, la mantuvo entre ellos unos minutos, la extendió ante sí de nuevo y paso sus manos masajeándola con lentas caricias aplicadas con las palmas de sus manos, transmitiéndole su calor y cariño. Las sonrisas del jurado se fueron tornando en gestos de incredulidad. Nada en el trabajo de aquel altivo joven era normal. Con un gesto rápido asió el cuchillo afilado y extrajo un triángulo del centro de las masa y lo enrolló con habilidad sobre un de sus vértices. Abrió el horno y lo introdujo en la bandeja. Una sonrisa brotó en sus labios y la mirada desafiante se dirigió hacia un jurado que no daba crédito a lo que veía.



Pasaron los minutos y el timbre que anunciaba el final del tiempo disponible sonó. Las puertas de los hornos fueron abiertas al unísono por los tres participantes, que colocaron sus bandejas ante ellos. El jurado, solemne, se puso en pie y se dirigió hacia el primero de ellos. Era evidente, había sacrificado tiempo de cocción por su error inicial y aquella pieza estaba poco cocida. Así lo declaraba su aspecto blanquecino y crudo. Tras las pertinentes anotaciones pasaron al segundo finalista. Aquello era otra cosa. Amasado perfecto, corte y elaboración formal indiscutible y horneado intachable. Era casi un croissant perfecto. Satisfecho con aquel despliegue de conocimientos el grupo se situó ante el joven rubio para ver lo que jamás creyeron que verían. Un bollo oscuro, claramente quemado, irregular y lleno de enormes burbujas se presentaba ante ellos. Unos no podían esconder la risa, otros se sintieron ofendidos por lo que consideraron un insulto. Aquel niñato riéndose de ellos, insigne vanguardia de los fogones nacionales. Había que darle su merecido. Cuando los presentes estaban a punto de pasar a calificación numérica aquel aborto de croissant el joven les volvió a sorprender. Extrajo una cuchara del cajón de las herramientas y la mostró girándola con sus dedos ante sí.


El gesto llamó la atención de todos, incluso de los otros dos finalistas que de manera irregular abandonaron sus mesas de trabajo y se dirigieron a la del joven rubio. Cuando había llamado la atención de todos ocurrió el milagro. Elevó la cuchara sobre su cabeza y con un delicado pero firme golpe certero en el centro del deforme bollo, surgió lo que nadie podía prever. De aquella pieza fea y rugosa surgió lo más bello que nadie en la sala había visto nunca. Las capas exteriores del bollo se resquebrajaron y desaparecieron convertidas en polvo. Un brillo casi cegador surgió de la nada, como el cisne del patito feo. No sólo la vista se deleitaba ante aquella imagen. Los aromas que encerraba la negra y dura costra se extendieron por la sala embriagando a todos los presentes. No hacía falta probarlo. Ni tan siquiera presionarlo, como habían hecho con el del finalista central. La jugosidad era evidente. La pieza desvelaba sus secretos desde su mismo corazón. Cuatrocientas treinta y dos capas menos las diez perdidas por la quemazón exterior, ahora ya desaparecidas, hacían un total de cuatrocientas veintidós capas de masa bien cocidas, que nunca nadie había visto en la historia de la repostería. No era la pieza mejor del concurso, sino la pieza perfecta definitiva. Nada podía superar aquello.

Fueron meses duros de pleitos. Allí no se dirimían sólo argumentos legales, sino que el politiqueo y las envidias entre escuelas salieron a relucir. La cuestión técnica no primó en las discusiones de las sucesivas comisiones que analizaron el caso. Los juegos de amistades e intereses sobrevolaron todo el proceso. La legalidad sobre lo ocurrido el día de la final, la pertinencia de terminar el proceso fuera de tiempo casi no se discutía. Allí la lucha de poder institucional fue la vencedora y cuando llegó la hora de nombrar el resultado final e inapelable del Concurso Nacional de Jóvenes Cocineros, nadie se acordaba ya de los argumentos técnicos utilizados durante las discusiones.

... la agarró por el cuello...

Cuando abandonó la abarrotada sala, pues la discusión había llegado ya a todos los foros gastronómicos del país y la curiosidad era máxima, las lágrimas inundaban su cara pecosa. No podía ser, era el mejor. Nadie había visto una obra igual. No podían arrebatarle el mérito. Vencedor por eliminación de su rival, Pedro Grasa. Estaba seguro de algo, él lo merecía, era de justicia, pero también tenía otra idea todavía más clara, jamás volvería a esos círculos. Jamás, jamás ninguno de esos mediocres volvería a ver un milagro nacer de sus manos. De las cálidas manos de Cisco Cerrada.


Lo peor eran las noches de fantasmas

Despertó en medio de la noche envuelto en sudor. La escena había vuelto a su mente muchos años después. Los fantasmas reaparecen. Tambaleándose se levantó y se dirgió a la cocina. No encendió la luz. Sabía donde estaba. La agarró por el cuello y le desenroscó el tapón. El calor del brandy le templó la garganta, le quemó el esófago y le apaciguó el corazón.

4 comentarios:

  1. Sí, es el retrato de un perdedor,resurgirá como el Ave Fenix. Estamos esperando

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  2. Vaya con Cisco "El Cruasán", a ver cuando rompe el sus capas....
    Muy bueno

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  3. Las romperá, que no haya prisas, pero primero debe romper las que le imponen, después lo hará con las suyas propias

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