Cisco va a por setas (Jornadas Micológicas en Bailo)
Cestas de setas que se echarán de menos fuera de temporada |
Como todos los años al apagarse los últimos ecos de las Fiestas del Pilar, nuestras mesas y fogones se llenan de unas compañeras sabrosas y coloristas: las setas. Invitadas en mesas humildes y en los comedores de más alta alcurnia, disfrutadas por igual por gentes de todas las lenguas, creencias y niveles culturales. Hasta el momento mi relación con ellas no pasaba de acudir fielmente al Mercado Central, elegir las más tersas y lozanas, pagarlas y al asador, simplemente impregnadas sutilmente con ajoleo y sazonadas con unas escamitas de sal. La grata novedad de este año, mi participación en unas Jornadas Micológicas, me ha despertado a un desconocido mundo de una riqueza impensable. Andaba yo algo mosca con la geografía aragonesa y necesitaba viajar a una zona que ocupaba una laguna en mi mente. Hasta el momento, las tierras situadas en el Norte de las Cinco Villas y al Sur de San Juan de la Peña representaban en mi imaginario una zona negra y borrosa que necesitaba rellenar. La excusa era perfecta, unos buenos amigos a quienes debía una visita a su pueblo, fin de semana setero con muestras y catas gastronómicas, necesidad de abandonar problemas cotidianos y la buena compañía de mi amigo el exfotógrafo Bolilla hacían presagiar un éxito rotundo a la misión. Falso, erróneo, catalogar lo que vivimos allí como éxito minimiza lo vivido. Memorable, impredecible y lleno de momentos ya legendarios para nosotros, el puente de Todos los Santos del 2010 siempre ocupará un lugar privilegiado en nuestra memoria.
Longás (Zaragoza) |
Villanúa (Huesca) |
El viaje comenzó el viernes, a la salida del ensayo de bandurria que vengo realizando junto a mi compañero Bolilla. Sin ninguna pereza y a las nueve de la noche agarramos el vehículo que nos prestó Romi la del bar. El Bolilla no es lo que se puede catalogar como un buen conductor, pero fue un viaje sin prisa, sin mucho tráfico y amenizado con buena música cupletera que mi amigo adora. Ay pena, penita, pena y Cocidito Madrileño se sucedían al ritmo de las curvas que crecían en intensidad conforme nos acercábamos al destino. Primero a Huesca por la Autovía, de allí a Ayerbe, pueblo que recorrimos con tristeza al ver cerradas por la hora sus dos hornos de pan junto a la carretera. La lluvia nos impidió divisar los Mallos de Siglos y decidimos no parar en El Jabalí, con pesar para el Bolilla, obsesionado con degustar la caza de la zona. Debíamos llegar pronto pues nuestros amigos nos esperaban para cenar en Bailo y la lluvia impedía pisar el acelerador. Nos pareció eterna la subida y bajada del último puerto, pues la lluvia arreció y ya casi no veíamos. Llegamos muy tarde a Bailo creyendo que el pueblo estaría desierto y con la perspectiva de que la cena que nos esperaba en uno de sus dos bares se habría cancelado por la tardanza.
Nada más lejos de la realidad. Lo que nos esperaba en Bailo era de lo más estimulante. Al entrar en el restaurante el ambiente prometía. Las Jornadas habían atraído a visitantes, que copaban una barra bien surtida. Una bonita chimenea calentaba a nuestros anfitriones que nos esperaban copa de vino en mano. La mesa estaba servida, y … sorpresa. Nada de raciones recalentadas ni precios abusivos asaltando al forastero. La cosa comenzó con una colorista ensalada tibia de brotes tiernos, gulas y vegetales de temporada. Cantidad honesta y un delicioso pan que bien humedecido en oscuro aceite de oliva abrió el apetito para lo que vendría después. Por ponerle un pero al asunto, el establecimiento carecía de un buen vino de cosechero de la zona y tuvimos que conformarnos con un Rioja medio bajo muy por debajo del resto de la cena. Un desfile de distintos tipos de montaditos se sucedía haciendo las delicias de unos hambrientos viajeros. Gambas, buen jamón, un sorprendente foie caramelizado con uvas blancas, incluso no faltaron unas tortillitas de camarón que nos evocaron el Puerto de Santa María en su versión oscense. Pero si la sorpresa no había sido suficiente llegó la hora del postre. Me aventuré casi sin esperanza a demandar algo con chocolate y lo que llegó en forma de ortodoxo Coulant y nata fresca lo guardaré con cariño en lugar privilegiado de mis recuerdos. Copas, buena conversación. Cuatro personas con necesidad de ponerse al día en sus vidas, un buen fuego, vino y gente divertida alrededor. Noche de ensueño que se alargó más de la cuenta.
Tortas originales de Ayerbe Huele la manteca hasta en la pantalla |
A la mañana siguiente las sorpresas continuaron. Los dos invitados se disponen ante el desayuno. Son de tostadas de recién hechas con aceite acompañadas de café con leche caliente a rabiar. Así que el panorama que les presentaron no era muy alentador. El café con leche estaba, pero los anfitriones les ofrecen unas tortas de pueblo de aspecto tópico. Lo que su aspecto prometía era la habitual dureza y sequedad de la torta intragable de la que todo pueblo hace gala y en verdad no gusta a nadie. Dispuesto, por cortesía, a ablandarlas en el tazón para digerir aquel ladrillo me lleve uno de sus bordes a la boca. Experiencia mística que no cabe en un post. Evidentemente no era mantequilla, sorpresivamente tampoco aceite de oliva. La manteca de cerdo se fundía en la boca hasta casi resbalar por la comisura de los labios. La combinación de azúcar, harina y huevo era tan magistral que lograba una esponjosidad que su aspecto ocultaba. Cada bocado era a la vez un compendio de alegría por el goce presente y de tristeza y añoranza de pensar que en algún momento se acabaría. Quince centímetros de radio y casi tres de espesor. Los invitados se olvidan de hablar y se concentran en un gozo inesperado del que tardan en salir. Luego supieron que se trataban de unas tortas de Ayerbe muy demandadas en toda la zona. Se pueden adquirir en el primer horno de los que dan a la carretera, y aunque yo fui en un tiempo adicto a las tortas de calabaza del segundo, ya no podré pasar por allí sin adquirir una buena cantidad de tortas envueltas en un papel rústico, que no tardan en empapar de aceitosa manteca. Anfitriones dos, visitantes cero.
La convocatoria para comenzar la ruta de las setas era a las nueve en la Plaza del Ayuntamiento. La asociación cultural ACURBA que la organizaba mostró en todo momento su voluntad de que el foráneo se sintiese como en casa. Muy buena organización, mostrando la labor revitalizadora que están llevando en el pueblo. Tras reunirnos y dar las orientaciones oportunas nos dirigimos compartiendo vehículos a la pista forestal que une Bailó con Longás, pueblos vecinos que distando trece kilómetros no comparten historia, paisaje, comarca ni provincia. Dos mundos próximos pero alejados. Ambos bellos al visitante, pero ocultos entre sí. A mitad del camino el micólogo Escarpín dió las oportunas orientaciones y, con una magistral aproximación teórica al mundo de las setas y mucha pasión por su trabajo, nos hizo pasar unas horas maravillosas por el monte. No sobraba nada en aquel monte más que los cazadores malcarados que hacen pagar frustraciones personales con el asesinato de animales a balazo limpio.
A las dos del mediodía el grupo se despidió hasta la tarde para continuar con el programa. Nosotros aprovechamos para seguir la pista y llegar al bello e histórico pueblo de Longás, tan famoso por ser el más norteño de las Cinco Villas como por su sabiduría en la producción de la pez en el pasado. Pero no son esos los atributos que atraen la atención del visitante, sino la hospitalidad de sus gentes y la calidez de sus rincones. Nuestra amiga es la representante diplomática de Longás en Bailo, y quizá la única persona que conozca a fondo la especial relación entre tan cercanas, distintas y mal comunicadas poblaciones. Longás es un pueblo de menor tamaño, pero recuerda mucho mejor el sabor de la historia en sus callejas. La presencia de varios ríos hace del agua un elemento definitorio de la localidad, que inexplicablemente tiene hasta piscina, ahora en desuso por motivos de licencias y presupuestos. Acudimos a comer al único bar de la zona y de nuevo el asunto iba de sorpresas. El menú era corto, casero y elaborado con maña. Elegir entre alubias y paella de primero y entre lomo a la riojana y cordero asado con patatas de segundo no fue fácil. Todos acertamos pues la comida dejaba un regusto casero digno de mención. Hasta allí, y bien regado esta vez por un Somontano, predecible. Lo impensable vino después, pues el postre del menú era casero y la lista fue recitada como una letanía, todo lo consabido: flan, natillas, helado, tarta de queso, fruta de temporada ….. y, ahora viene lo mejor: coulant casero con helado de nata. Parecía una broma del cielo. En un pueblo alejado de toda ruta gastronómica, y de toda ruta en general, puedo afirmar hoy sin temor a equivocarme, que se está haciendo el mejor coulant de chocolate de la Península Ibérica. Valdría la pana acercarse ahí sólo por dicha circunstancia. En este caso lo que llamaba la atención era lo contrario que el de la noche anterior en Bailo, su heterodoxia e innovación. Migoso y poroso en su exterior frente a la rotundidad consistente del de Bailo. Mucho más azucarado pero sin pecar de empalagoso. El cacao era sin duda de mucha mejor calidad, y su amargor contagiaba a los afrutados sorbos de vino que apurábamos. Legendario, digno de manjar del Olimpo. De nuevo se imponía la contradicción de ambos mundos. Bailo y Longás, un postre exquisito en cada uno, pero con dos elaboraciones diametralmente opuestas.
De regreso a Bailo los participantes de las jornadas entregamos los frutos recolectados durante la mañana a la organización que montó con habilidad una exposición catalogando las setas según fuesen comestibles, sin valor culinario, tóxicas y la categoría más llamativa: mortales. Todas las demás fueron distribuidas entre los dos bares del pueblo que participaron con la asociación, para crear con ellas unas tapas que se obsequiarían con cada consumición durante toda la noche. La cena estaba dispuesta, tapeo y vino de barra a barra para catar aquellas imaginativas creaciones. Lo cierto es que tanto nos gustaron las del primer establecimiento que nos demoramos demasiado para probar las del otro, pero con lo que pudimos saborear ya nos fue suficiente. La lista decía: Rebollón rebozado con allioli, rissotto de setas variadas, trompetillas con guiso de carne y revuelto de trompetillas y gulas al ajillo. No pudimos reprimirnos y, por presión del Bolilla, pedimos además unas croquetas de bacalao de elegante y sutil factura. Ni que decir tiene la hora y el estado en el que terminamos los cuatro. El ambiente crecía con el paso del tiempo. El local cambió de aspecto. De selecto restaurante de tapeo a garito nocturno no exento de escenas peculiares. Los nativos tardarán en olvidar la imagen de un Bolilla totalmente entregado al karaoke, con una botella de Bailey´s en una mano, el micrófono en otra, rendido al ritmo de Bisbal y chillando a pleno pulmón “ailofyu beibi, ailofyu beibi tunait”. Memorable. Día duro al que no queríamos poner fin.
Al despertar la mañana siguiente, la promesa de una nueva torta de Ayerbe era tan alentadora como el nuevo encuentro que programamos tener. Íbamos a conocer a dos habitantes de Bailo de reputación conocida. Los dos cerdos de negra piel que nuestros amigos llevan engordando toda la temporada. Pasan ya de cien kilitos los amigos, y como sabemos, falta un mes para San Martín. Da pena al verlos tan rollizos, pero en fin, todo sea por la longaniza. El paseo matutino por las calles del pueblo nos terminó de enamorar, calles estrechas en torno a una cuca iglesia gótica montañesa, tres pozos restaurados en otros tanto rincones llenos de sabor, y por fin, ante nosotros el reto: la panadería. No vaya a pensar el lector que se trata de una operación fácil el conseguir el afamado pan de Bailo, quizá el producto más valorado y reconocido de todo el valle. No es fácil por la secular costumbre de hacer sólo tres hornadas. A las nueve una entera para enviar a Jaca, a las once y a la una. Nosotros fuimos a la de las once y la operación es la que sigue. Una vez dentro de la pequeñísima tienda, el cliente es rápidamente catalogado: local (se queda sin pan), cazador (puede haber suerte) y forastero (te llevas el pan). Las razones para tal discriminación son insondables e inexplicables, fuera de toda lógica capitalista y mercantil. Nuestros amigos nos esperaron fuera escondidos, claro está, y pudimos hacernos con dos enormes panes, e incluso con una bolsa de magdalenas de las súper absorbentes, Dios mío como secaban la leche al día siguiente. Tras el reparto del pan vinieron las despedidas. Tristes, pero esperanzadoras al emplazarnos a nuevos encuentros. Ya llegará el momento en el que nos tendrán que echar del pueblo, pero por ahora prometemos convertirnos en asiduos a él. Quien no conozca al Bolilla y su tradicional lágrima fácil se emocionaría al ver la escena.
Tras discutir acaloradamente si volver a bajar a Ayerbe para adquirir una veintena de tortas continuamos el viaje a medio día del domingo. Imperó la cordura y mesura y se impuso el seguir hacia el norte. Pasamos San Juan de la Peña disfrutando de todos los amarillos y marrones que el otoño ofrece a los bosques. Llegamos al valle y giramos hacia Jaca. El valle de Canfranc presentaba una visión fascinante. La naturaleza se imponía al ser humano mostrando su poderosa fuerza matizada por lo sutil de sus tonalidades, olores, sonidos del agua corriendo en forma de innumerables hilillos. A ver, que uno es urbano, pero cuando se ve inmerso en esas fantasías su alma retorna al árbol del que un día descendió. La meta apareció a los pocos kilómetros: Villanúa. Dejamos a un lado las modernas urbanizaciones y nos dirigimos a la plaza Mayor, donde está la casa que un amigo nos prestó para el fin de semana. El objetivo de aquella parte del viaje estaba claro, encerrarse a cocinar y fotografiar los platos innovados. Se trataba de un ejercicio de investigación y el resultado fue desigual. Como había parado de chispear, antes del encierro culinario, nos fuimos a caminar un buen trecho por el monte para poner en práctica lo aprendido en las Jornadas del día anterior. Podríamos mentir, pero queremos mantener un nivel alto de honestidad en este escrito así que dejamos constancia del resultado de la búsqueda: un único rebollón, y agusanado para más recochineo. Total, para tres horas de caminata por laderas embarradas no está mal.
Tras el fracaso comenzó el maratón de guisos, del que sólo salíamos periódicamente a apagar la sed con la buena cerveza que sirven en el bar asador del pueblo. Las recetas experimentadas fueron diversas, así como su grado de acierto: careta ce cerdo glaseada con cocacola con longaniza aragonesa muy tostada, que fue la primera y más acertada creación del fin de semana; pasta de setas con salsa de chile chipotle, que no estaba mal, pero la combinación no era de lo más sugerente, prueba de que dos buenos productos no tienen porque formar un buen plato; ensalada de corazones de alcachofa con aceite de oliva virgen extra del Bajo Aragón, que no ganará el premio a la originalidad, pero nos fue muy útil por su carácter depurativo a esas alturas del fin de semana; Patatas chips crujientes con ajoleo y picadillo de longaniza goteadas con reducción de vinagre de Jerez y garnacha de Borja, excelente combinación que trataremos de extender por Zaragoza.; y llegamos a lo más importante, la verdadera excusa de la investigación, las croquetas. Cuatro fueron los tipos proyectados y, como en todo experimento basado en el error-acierto, distinto su resultado. Las primeras fueron de bechamel ligera con longaniza, otras de foie y rebollones, de careta de cerdo y por último las originales croquetas de verduras, queso de oveja (adquirido en la muy recomendable quesería de la localidad: Queso Xortical) y mole (salsa mexicana con cacao como ingrediente dominante). No describiré el resultado porque está mal hablar de una obra propia, pero tal fue el festín que nos homenajeamos con las elaboraciones que la producción del Campo de Borja se quedó pequeña para poder digerirlo todo. Aunque sea vergonzoso reconocerlo, el pan de Bailo era de tal calidad que no pudimos resistir. Todo lo expuesto anteriormente se acompañó con unas enormes rebanadas de pan de corteza gruesa y masa pesada y muy agujereada, como mandan los cánones antiguos. Pecado de gula para el alma y de digestión para el estómago. Nada recomendable para los no iniciados en el mundo de los atracones. Dos maestros en ello aun tuvieron un momento de recuerdo y añoranza de los coulants del día anterior y de las tortas de manteca, que fue superado con las magdalenas y unas onzas de chocolate que hurtamos al dueño de la cas. Hubiese sido una indecencia terminar esa cena sin un buen postre. Las tres de la mañana fue la hora final de la cena y unos cuantos licores espirituosos ayudaron a que desapareciese la sensación de hartazón que presidía la velada.
El día siguiente amaneció lloviendo y ante tal panorama decidimos arrear hacia la capital del Ebro. La reflexión del viaje de vuelta fue que por fin habíamos rellenado el agujero negro que teníamos sobre la zona. Es más ahora son tierras que brillan en nuestro mapa mental aragonés. Ofrezco firmemente el consejo al lector de que se acerque a Bailo o a Longás (el próximo fin de semana celebra sus Jornadas Micológicas, serán fantásticas también), pues hay casas rurales hermosas en ambos casos y restaurantes de ensueño), la hospitalidad la ofrecen a raudales. El fin de semana fue maravilloso: buenos alimentos, bellos pueblos, naturaleza y ejercicio saludable y por encima de todo ello una compañía de primera. Él, un vasco noble de Bailo, ella, un espíritu universal de Longás. Una combinación ganadora. Distintos y complementarios como sus pueblos. Necesitamos gente como vosotros. Gracias anfitriones.
Cisco Cerrada y el Bolilla
Gracias, me ha encantado. Casi me emociono.
ResponderEliminarQue ilusion me ha hecho encontrar vuestro blog, y los comentarios sobre Longas mi abuela era de alli.La pena que las fotos no puedo verlas en mas grande.
ResponderEliminar