lunes, 15 de noviembre de 2010

Restaurante La Granada: muerte de una tradición

Restaurante La Granada: fin de una tradición e inicio de una búsqueda



No aspira este post a ser una crítica al uso de un restaurante. El lector echará a faltar referencias habituales en ellas porque no es esa la intención. Lo que pretendo es explicar las razones por las cuales se puede romper con una tradición ilusionante y esperada por unos amigos durante todo un año. Además hacía falta una referencia así dentro de un blog por el que  habitualmente recibimos acusaciones de peloteros o de excesivamente amables. De todos modos tampoco hay doble lectura en lo que se va a tratar de expresar. No es una crítica ciega y negativa, sino que más bien se trata de una visión completamente subjetiva de lo que allí ocurrió en una noche determinada a un grupo de amigos determinado.

Me acogió durante años


Comenzaré comentando en qué consiste la tradición que tenemos un grupo de tres amigos desde hace unos cuantos años. Los tres sellamos un pacto hace una media docena de años que consistía en que cada uno en su cumpleaños agasajaría a los otros dos con una cena en un lugar sorprendente. Algo sencillo, pero la condición era única, algo nuevo, una sensación con la que coger fuerza para comenzar el año recién estrenado. De este modo nos lanzamos los tres a buscar propuestas de lo más pintoresco por la ciudad. Restaurantes poco habituales en los recorridos típicos, platos de extrañas procedencias, locales ajenos a nuestros círculos unas veces por lujosos, otras por pintorescos, por caros, por sensuales, por sus diseños o por lo que fuese. Así recorrimos con gozo multitud de establecimientos zaragozanos.

Se puede decir que yo fui el único que llegado un momento y con total consciencia rompí ese acuerdo y mi invitación año tras año fue para cenar en el mismo lugar: La Granada. Al principio me molestaba en poner la excusa pertinente, que si me han fallado otros, que si patatín que si patatán, pero luego la cosa estaba tan clara que ya no hacía falta. Aquella traición a lo pactado se había convertido ya en una tradición. Me costaba la mofa anual de mis compinches, y mientras ellos sorprendían año tras año al resto con novedades gastronómicas, yo me anclé en mi invitación a mi paraíso personal, mi Restaurante.

Como se podrá comprobar en los libros de reservas de años anteriores, el sábado más cercano al día 8 de noviembre, en el servicio de cenas del Restaurante no falta una reserva para tres personas con el mismo nombre. Las discusiones entre los amigos sobre porqué no innovaba como ellos y cumplía lo establecido en aquel pacto ya secular se repetían festejo tras festejo y voy a tratar de sintetizar el sentido de mis argumentos.


Arquitectura sorprendente

El primero siempre era una cuestión estadística. Si con una celebración allí el año anterior había transcurrido con una felicidad notable, como así siento que han sido mis últimos años, porqué tentar a la suerte cambiando a otro. Claro esto siempre era rebatido por mis amigos tachándome de supersticioso y daba juego para mofas y burlas. Pero mi argumento principal era otro y tenía que ver con lo que en el pasado fue para mí este establecimiento. Para comenzar el trato que daban a todos los clientes era sublime. Incluso a los que sólo teníamos una cita anual allí. Parecíamos de la casa y éramos mimados desde la puerta de entrada hasta la despedida. No se confunda esto con melosidad o servidumbre. El trato era correcto y profesional. Una vez en la mesa, los platos eran servidos con explicaciones que te hacían sentir especial. Creías que eran platos especialmente credos para ti. Los recordabas todo el año, aunque fueses a otros restaurantes más lujosos, caros o famosos; cosa que fue ocurriendo, pues con el tiempo nuestro nivel adquisitivo cambió y frecuentamos locales de los considerados grandes con bastante asiduidad. Pese a ello me encargué de que la cita con Granada no faltase en nuestro calendario. Te sorprendían siempre con un aperitivo juguetón. Algo pícaro con lo que preparase para la fiesta programada. Travesura que se iba repitiendo entre los platos demandados. Pero lo mejor llegaba al final, cuando creías que la fiesta se acababa llegaban sorpresas. Los chupitos refrescantes del final de la comida, los pequeños bocados tan dulces y chocolateados de antes del café, la copita de cortesía que alargaba la sobremesa. Todo un surtido de detalles que hacían distinta la cena. Además del pan. Una gran cesta era ofrecida varias veces durante toda la comida. En ella se disponían en formación todo tipo de panecillos de cereales variados, colores diversos, sabores especiales (olivas, tomates, frutos secos). Una delicia que siempre dejó sin argumentos a mi pareja de amigos que se rendían como yo ante tal lluvia de sensaciones. Se podría decir que ese la espera de ese juego de los tres compañeros de batallas era tan ilusionante para mí como el propio cumpleaños.

Antiguas glorias


Lo que viene ahora es lo que encontré este 2010 tras la larga espera de 365 días. Y para no ser tachado de vengativo cliente insatisfecho que todo le parece mal, comenzaré diciendo que las ideas y las manos del chef (creo que nadie ignora su nombre, pero como se ha visto hasta aquí, prefiero hablar del restaurante que personificar) siguen siendo las mejores de Aragón incluso en estos tiempos de aparición de nuevas y talentosas figuras en el panorama gastronómico. Demasiado protocolo hasta aquí, ahora de verdad: es el puto amo de los fogones. Los platos del sábado son los mejores que he probado este año, que ha sido uno de los que he frecuentado mejores Restaurantes en mi vida. Y además con un precio ajustadísimo dentro de su nivel. No hace falta ser un profesional para apreciar la calidad del producto, su tratamiento, las combinaciones, y presentación final. Si analizamos un poco más a fondo, texturas de una variedad que no pueden ser casuales, sino completamente premeditadas y trabajadas. Qué decir de los aromas, siempre contenidos y sutiles. Y lo mejor de todo son las temperaturas de servicio, sin comentarios, las precisas, siempre vigiladas. Y podríamos seguir la alabanza al autor: colores, aderezos… Pero, entonces, ¿por qué me sentí defraudado y decido hoy romper con mi tan defendida tradición?

La respuesta es una enumeración que me parece tan de justicia hacer como las alabanzas que llevo haciendo al establecimiento todos estos años. Llegamos a la hora reservada (22:30 horas) y nos instalaron en la mesa que nos esperaba en la zona acordada de fumadores. Pedimos un buen blanco de fuera de menú a carta cerrada para distraer la espera, caldo que llegó casi con los platos, pero un error lo tiene cualquiera. Tras el aperitivo, tradición que aún se conserva, comenzaron a salir los platos irreprochables y tan dignos como en anteriores ocasiones. La cena se vino abajo por cuestiones como la del pan. Los bollitos crujientes y frescos han sido sustituidos por rebanadas que en su origen también lo serían. Pan claramente viejo y sin condiciones de servicio, sin duda a causa de ser los últimos en llegar. Que no era del día era evidente, pero el blanco de harina de trigo rallaba lo indecente. La parte que había permanecido hacia arriba en la cesta no servía ni para preparar unas migas. Yo, que antaño tanto abuse de dicha cesta tuve que conformarme con cenar sin pan, y menos mal, porque no se nos ofreció más en toda la noche. Los pitorreos de mis compañeros arreciaban. Ningún bocadito juguetóa durante la cena, pero lo peor vino después. No había bocaditos para después del postre. Nada preparaba el café. Puede deberse a cuestiones de coste, pues no soy un ignorante y algo de mundo tengo. Al menos para reconocer que el precio es ajustadísimo. Pero lo imperdonable es ver como al resto de las mesas les servían en ese momento un chupito blanco, seguro algo frutal que a nosotros no nos fue ofrecido. Al ver mi cara de frustración, mis amigos se ofrecieron a demandarlo, pero me negué al considerar que un obsequio de la casa jamás debe solicitarse por buen gusto y decoro. Caractrísticas que hasta entonces conservaba el local en mi imaginario. Los chupitos de licor que alargaban la sobremesa se esfumaron como el decoro del personal de mesa que sin acabarnos el café se pusieron manos a la obra a recoger las mesas que nos rodeaban claramente invitando a irnos. Allí estaba una de las explicaciones de los olvidos, nos estaban echando de mi celebración de cumpleaños.

Debo agradecer la complicidad de mis dos amigos. No hay nadie como ellos, pues llegó un momento en que las mofas por mi tradicional defensa del lugar se transformaron en excusas y disculpas al Restaurante.

- No te preocupes, todo está genial- llegaron a animarme los mismos que llevan años bromeando con el asunto.

Mi cara de decepción debía ser tan evidente que ni se les ocurrió hacer leña del árbol caído. También traté de disimularla y no hacer alusiones a lo que estaba pasando, pero cada evidencia profundizaba mi tristeza. Muere aquí una tradición pero, tras unos días del infortunio va apareciendo una nueva luz. Ahora, visto que nada es duradero me tendré que lanzar de nuevo al juego de las sorpresas. Casi ya me hace ilusión. Confiaré en el dicho de que no hay mal que por bien no venga.


Cada sábado posterior al 8 de noviembre siempre habrá un recuerdo alegre
para mi silla en mi Granada

 
Me despido aún con un poso de tristeza. Con sinceridad envío al Restaurante La Granada los mejores deseos, desde el respeto al mejor cocinero que me he encontrado en mi larga trayectoria tras las mesas. También me gustaría agradecerles tantos momentos de felicidad que me han brindado año tras año con su atención, juegos, sorpresas y buen hacer. Ellos queden en su camino de reconquista y, reitero, brindaré de corazón si llegan al ansiado estrellato, pero yo me lanzo a la incertidumbre que da una nueva búsqueda. La tradición a muerto pero las amistades quedan renovadas…

Gracias por un pasado común que nadie nos quitará

David Izquierdo

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